Microrrelatos. Ciruelas en el camposanto

Leonor escuchó como las ciruelas se reventaban en las bóvedas del camposanto. El olor de la fruta llegó a su olfato.

Verónica Bolaños Herazo Lunes, 30 de Diciembre de 2024 Tiempo de lectura:
Verónica Bolaños HerazoVerónica Bolaños Herazo

El cielo estaba gris y los gallinazos se escondieron en la copa de los árboles. Como dueño del recinto florido y maloliente sobrevolaba las cúpulas polvorientas un golero con las alas y pico ensangrentado. Las gotas de lluvia ya caían en el pueblo vecino, y el olor a tierra removida llegaba hasta los olfatos de los difuntos ansiosos de devorar por última vez la vida. La noche anterior cayeron exhaustos en sus féretros, se cansaron de llorar y suplicar a su Dios esa segunda oportunidad. Los huéspedes del cementerio acordaron darle una tregua al sepulturero, al que siempre le ponían zancadillas cuando tenía que enterrar a un nuevo muerto. Cuando el hombre iba detrás del ataúd, armado con pico y pala, se escuchaba un gran alborozo: “¡No lo entierres, no es su hora!”. “¡Llévenlo a su casa!”. “¡Aquí no caben más muertos!”.

 

La muchedumbre miró al cielo, a los árboles, buscando el lugar de donde salían aquellos gritos. El sepulturero se mantenía impertérrito, nada le conmovía ni alteraba, su misión era enterrar y desenterrar los cadáveres. La primera vez que los muertos levantaron su voz, fue con el entierro de un niño. Después de sepultarlo y echarle tierra seca encima del féretro, los padres adornaron la lápida con sus juguetes preferidos: una pelota de fútbol, unas gafas de sol con la montura roja y también empotraron en el muro un retrato del día de su bautizo. Para protegerlo de las lluvias torrenciales y el polvo taparon la cripta con mantas de colores que ondeaban cuando se anunciaba alguna tormenta. Aquel día, el olor a jazmín despertó a los huéspedes del camposanto, la multitud caminaba apretujada en ese lugar donde casi no se podía transitar. Los cráneos rodaban como bolas de billar en las callejuelas del recinto. Los floreros yacían torcidos y cubiertos de cabellos ancestrales, la gente tropezaba con las botellas de cervezas y bolsas negras con restos de cadáveres exhumados que jamás fueron reclamados. El sepulturero cuando recibía la lista de los difuntos próximos a exhumar avisaba a los familiares, para que ese día se presentaran en el cementerio, y así trasladar los restos al nicho. Muchas familias se habían marchado del pueblo buscando nuevas oportunidades. Llegado el día abrían las bóvedas y colocaban los féretros desquebrajados y polvorientos en el suelo.

 

Cuando exhumaban a los muertos una bandada de gallinazos y goleros cubrían el cielo del cementerio, convirtiéndolo en un denso techo gris. Los cuerpos olvidados los introducían en bolsas negras y los abandonaban a su suerte en cualquier recoveco del camposanto. Después guardaban el pico y las palas en un cuartito sin puertas donde estaban las bolsas con cemento para sellar las bóvedas. Aquella mañana sofocante que el sepulturero barría el cementerio, escuchó golpes dentro de las criptas, no le sorprendió porque su abuelo del que heredó la templanza y resignación del oficio mataba el tiempo sentado en el patio jugando a dominó y contando las anécdotas de los muertos. Por lo tanto, a Santiago ese día no le cogieron desprevenidos los gritos. En esa época era un joven fornido, con los brazos dorados y las piernas tupidas de vellos gruesos. Como un veterano curado de espantos en el oficio dijo: “¡Cállense, no molesten!”. Los gritos se hicieron más intensos, y fue cuando se acordó de su abuelo, según el anciano los difuntos se callaban cuando les echaban agua. Pese a la escasez del líquido en el pueblo cuando los muertos se ponían insoportables, Santiago bañaba las bóvedas. Así, poco a poco se recuperaba el orden y silencio. Ese día, después de mojar las criptas los murmullos fueron desapareciendo, pero se escuchaban llantos... Por las noches, cuando Santiago dormía en la hamaca con pantalón corto y franela blanca, los occisos hablaban de sus vidas. Sin embargo, Leonor se quedaba en silencio, prefería escuchar... Algunos comentaban que era una mujer tímida, que pocas veces salió de su casa y era normal que estando muerta adoptara esa misma actitud. Los fallecidos se sentaban encima de las criptas con las piernas colgando, a algunos les encantaba moverlas mientras relataban sus vivencias. A cada momento decían: “¡Quién te iba a decir que nos encontraríamos por acá!”. A otros, les costaba entrar en el juego de conversar de noche, consideraban que el solo hecho de despertarse, les parecía que estaban faltando a la voluntad de Dios. Algunos tardaban más de seis meses en integrarse al grupo, y las primeras noches dormían aturdidos con el bullicio. Los que estaban contentos de emprender su nueva vida, el primer día para ellos fue una decepción, porque cuando los sepultaron, el oído aun lo mantenían activo, y deseaban que se fuera apagando para siempre y así asumir su nueva y anhelada condición de muertos. Ese primer día querían dormir tranquilos, dejar atrás, la vida trajinada y cargada de sufrimientos que llevaban en la espalda y soñaban con esa primera noche de descanso placentero. Algunos difuntos decepcionados del reposo eterno golpeaban sus lápidas, gritando que estaban vivos porque escuchaban habladurías y no podían dormir, porque estar muertos era eso, dormir eternamente, dejar en el olvido la vida, y olvidar que algún día pertenecieron a un sitio. Leonor la primera noche se colocó en posición fetal, temblaba, no de frío sino de miedo. Sintió miedo, pero no fue un miedo diferente, fue el mismo miedo de todos los días. Sabía que se encontraba en una condición distinta, pero no protestó por eso, le preocupaba el hecho de que el miedo permaneciera latente. Ella deseaba que desapareciera, aunque no era sino el miedo de afrontar la vida. No comprendía que la siguiera persiguiendo estando muerta, para ella la muerte era la ausencia de cualquier sensación.

 

Aquella mañana Leonor se despertó, fue al patio a barrerlo, y empezaron a caer gotas gordas que dejaban sus huellas en la capa blanca que cubría el suelo empedrado. Se tapó la cabeza con un trapo de cocina que descolgó de los alambres, arrinconó las hojas y las piedras en una pequeña montaña de palos secos, que luego quemaría para espantar a los zancudos carniceros. Después se fue a la cocina a poner la olla del café. Mientras hervía el agua se apoyó en la puerta a ver cómo caía la lluvia. Cuando sintió el agua burbujeante se dio media vuelta, abrió el tarro de café oxidado, echó varias cucharadas y esperó… Escuchó como si cayeran trozos de hielo en el patio, no le dio importancia hasta que se apoyó otra vez en la puerta con una taza de café. Necesitó varios minutos para convencerse de que no era hielo sino ciruelas amarillas y rojas. Colocó la taza de peltre desportillada en la mesa. Volvió a cubrirse la cabeza con el trapo y contemplaba las frutas regadas en el suelo. Miró hacia el cielo y vio como descendían las ciruelas lentamente. Escandalizada del disparate que su visión le proporcionaba, se agachó y recogió más de una veintena de ciruelas. Las guardó en los bolsillos, se quitó el trapo de la cabeza y se lo puso en un hombro y las ciruelas las colocó en la mesa. Las olió, y empezó a comerlas. El hueso lo lanzaba lo más lejos que podía. Su olor le pareció un buen presagio, intuyó que su muerte estaba cerca y sonrió…

 

Cuando escampó barrió otra vez el patio. Luego entró a la casa, arregló los hilos de la máquina de coser, ordenó los figurines que estaban en la mesa, y se dispuso a planchar una falda blanca y una blusa azul, la que siempre soñó llevar el día de su muerte. Leonor se había quedado sola en la casa, fue enterrando a cada una de sus hermanas, y deseaba que la muerte la sorprendiera en el patio, así como la asombró la lluvia de ciruelas. También imaginó que la muerte le avisaría mientras cosía las colchas de colores y así le daría tiempo de vestirse con el atuendo previsto para ese esperado día. Mientras pedaleaba en la máquina se olvidaba del tiempo, de su existencia y aterrizaba a la cruda realidad cuando miraba el reloj de pared y seguían siendo las tres de la tarde.

 

Ese primer día que pernoctaba en el camposanto, el miedo lo tenía latente en sus vísceras. Se aferró con más fuerza a sus piernas e intentaba meter la cabeza dentro de las rodillas. El ruido y el cuchicheo de los difuntos la atormentaban, y se mantuvo así, en esa posición, deseando que desapareciera el terror, y que sus oídos se apagaran con una bocanada de aire fresco. Pensó que dentro de unos días su cuerpo empezaría a descomponerse y el espanto a no poder soportarlo la hizo caer en una profunda tristeza. Entonces, tomó conciencia de que la vida de los muertos no era la que había imaginado, aquel reposo solemne que escuchó hasta la saciedad los domingos en la misa. La inscripción en la lápida le pareció una burla absoluta: “Aquí descansa Leonor”.

 

Su alma no podía gozar del privilegio de la muerte porque sus sentidos estaban más alertas que nunca, como si se hubieran reactivado dentro de la oscuridad del ataúd. Oía con atención las habladurías y risas. Reconoció la voz de personas a las que había conocido en vida. Las primeras voces le llegaban mezcladas con el gruñido de los goleros al acecho. Identificó las carcajadas de la vendedora de plantas carnívoras, el silbido constante y estridente del vendedor de mecedores, los chistes del gitano que leía la suerte a los muertos: “¡Aquí en la palma de la mano veo que te espera una vida muy larga!”. Quiso gritarles que se callaran, que estaban muertos y debían de aceptar su nuevo estado y no burlar las decisiones del destino, pero se sintió incapaz, estaba tan absorta intentando desprenderse de los ruidos que deseó volver a morir dentro de la misma muerte, por si era que aún no había muerto del todo, por si en esa transición de la vida terrenal a la celestial falló algo. “No, no, no estoy muerta, algo ha fallado”, se repetía.

 

La única evidencia de que estaba muerta y que asumió como válida fue la presencia de los goleros y los gallinazos, que esperaban impacientes su festín. Percibió encima de su bóveda las garras de un golero. Con los pies golpeó su ataúd para espantarlo. Se tranquilizó cuando sintió el aleteo del animal alzarse hacia otros sepulcros. Recuperó la misma postura a ver si al amanecer se ausentaba el ruido. Por la madrugada abrió los ojos. Por algún lugar de las tablas se colaba una tibia humedad que le penetró en los huesos. Esa humedad le produjo incomodidad, se giraba de un lado a otro, hasta que logró ponerse bocabajo. Sintió resbalar su frente en el tablón, y en ese instante tomó consciencia de que sus oídos habían quedado desprovistos de ruidos. Descubrió que el ruido y las palabras ahora vivían latentes dentro de ella, con la diferencia que era ella quien podía controlar esas voces.

 

Mis hermanas nunca estuvieron de acuerdo que me levantara temprano a barrer el patio. Ellas me decían que el patio se veía hermoso lleno de hojas verdes, de flores de guayabas y ciruelas que caían por la noche. Mientras yo dormía, sabía qué frutas se reventaban contra el suelo. Cada fruta cae con un peso y sonido diferente. La guanábana hace un ruido blando, fofo, sin embargo, las guayabas tienen una caída más decidida, el golpe es rotundo e inconfundible”.

 

Una tarde, Leonor, enfurecida, fue al patio a buscar la escoba porque cuando abrió la puerta encontró el corredor lleno de hojas verdes, eran del árbol del vecino. Barría con desesperación, como si una plaga hubiera invadido el suelo. Las hojas volaban encima de su cabeza y en dirección hacia la iglesia.

 

─¡Estás malditas hojas han ensuciado mi corredor! ─protestó─, mirando hacia el suelo.

 

Cuando se despierte papá se lo diré, a ver si arreglamos este asunto. No puede ser que cada día encuentre más hojas. ¡Claro, como no tengo otra cosa en la que ocupar mi tiempo!

 

Desde el fondo del patio se escuchan unos gritos.

 

─¡Leonor, no tiene nada de malo que hayan caído hojas en el corredor, además, cuando hay tormentas las molestias son para todos! ¡No escucho a nadie quejarse, solo a ti! Si hubieras visto la iglesia, todos los escaños y el suelo estaban verdes, parecía la selva, y aun así nadie protestó, nos sentamos y escuchamos con atención la misa.

 

─¡Papá mira como está el suelo, llevo toda la mañana barriendo, es culpa del árbol del vecino!

 

Su padre observa como revolotean las hojas. Entra a su cuarto, abre el escaparate y de una caja de zapatos saca una pistola. Se la acomoda en el cinto, y después va al patio por el machete. Las otras hermanas que están sentadas en los mecedores se levantan y logran persuadirlo.

 

─¡Ay, Leonor, ese día pudo haber una desgracia en el pueblo, todo por tus manías con las hojas, por suerte pudimos calmar a papá que iba dispuesto a reventar a tiros el árbol!

 

Leonor está incomoda en el ataúd, ya no soporta estar bocabajo y se vuelve a poner en posición fetal.

 

No es tan complicado comportarse como muerto, solo tienes que cerrar los ojos, estar quieto y negarte a oír, ver, sentir, solo tienes derecho a recordar… Olvidar, olvidar quién fuiste, qué hiciste. Aceptar la oscuridad y el silencio, eso es la muerte, disfrutar de la nada, no padecer, quedar inhabilitado de todo. La sangre ya no corre por tus venas, eres como una muñeca de polietileno. Ahora somos objetos inanimados. Por las mañanas el calor penetra poco a poco en mi bóveda. Los primeros rayos de sol, los siento en mi rostro. Por las noches la humedad es desagradable en los pies. Si pudiera pedir algo, pediría las medias que dejé colgadas en los alambres, hace días las cosí porque estaban rotas, ¡caray! Me las iba a poner esa noche, pero no me dio tiempo porque esa tarde me sorprendió la muerte… Los platos también se quedaron secando al sol. Después de tomarme el café los lavé y los coloqué bocabajo, encima de la alberca, quién lo diría, que en los próximos días estaría en esa misma postura, como los platos y tazas”.

 

Leonor escuchó como las ciruelas se reventaban en las bóvedas del camposanto. El olor de la fruta llegó a su olfato. Los que hablaban encima de sus criptas, agachaban las cabezas, y algunos gritaron: “¡Satanás!”.

 

Las callejuelas del cementerio se veían más estrechas, con las innumerables ciruelas que las cubrían. Desde los recovecos se deslizaban como si fueran piedras en un arroyo. El viento soplaba con fuerza, los goleros y gallinazos se escondieron en la copa de los árboles. Se escuchó el insistente sonido de las campanas de la iglesia, como si avisaran de la llegada, tal vez, del fin del mundo…

 

Leonor estuvo imperturbable dentro su féretro, con los ojos abiertos, los pies le sudaban, sintió su olor corpóreo. La saliva pastosa y acumulada dentro de la boca se tornó amarga. “¡Estoy reviviendo!”, pensó.

 

Las campanas no cesaban de sonar. Las puertas de la iglesia estaban cerradas. El cura, sentado en su cama buscaba con insistencia algún acontecimiento parecido en el Apocalipsis. La gente se asomaba por las ventanas. Contemplaban absortas las ciruelas ensartadas en la cruz y las agujas del reloj de la iglesia.

 

Al rato, las campanas de bronce, dejaron de sonar. Los pájaros protegían sus nidos, temían que el golpe seco y contundente de las ciruelas destrozaran sus huevos.

 

─¡Tenemos que coger ejemplo de Leonor, la difunta que está en la cripta azul, ella siempre aceptó su condición de muerta!

 

El viento arrastró la lluvia a otros pueblos. El cura miró por la ventana con expresión de alivio. La gente salió a los corredores cubriéndose la cabeza y miraban al cielo. Leonor permanecía quieta dentro la bóveda, con los ojos exaltados y los brazos cruzados encima del vientre.

 

Después de seis meses, Leonor, todas las noches se sentaba encima de su cripta, y recordaba su vida en voz alta, ante la mirada de un golero.

 

Verónica Bolaños Herazo

Comentar esta noticia

Normas de participación

Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.

Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.

La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad

Normas de Participación

Política de privacidad

Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.49

Todavía no hay comentarios

Quizás también te interese...

Quizás también te interese...

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.