Leed, leed, malditos (versión 2024)
A través de la pequeña ventana se coló una voz que, desde la callejuela, aseguraba que leer literatura no sirve para aprender nada. Y mucho menos, continuó, para convertir a nadie en mejor persona. Cuando quise reaccionar, la voz, extraña, era también inalcanzable: ya había desaparecido calle abajo. Así que escribo estas líneas con la vaga esperanza de que ese joven, ufano e incontinente, sepa que estoy en las antípodas de sus argumentos. Confieso que, para mí, leer literatura sirve para mucho más que pasar el rato y matar la tarde. Porque un libro poderoso despierta tu fuego interior y te permite vivir otras vidas, besar con otros labios, tocar con otras manos, ver con otros ojos. Añadiría que leer literatura, casi sin darte cuenta, mejora tu creatividad, tu capacidad para entender a tus congéneres y, sobre todo, para hacerte entender. Un libro es un gimnasio. Leer me equilibra por dentro, sacia en muchas ocasiones una sed que ni tan siquiera sabía que tenía y me instruye en el difícil arte de vivir. Además, en este mundo cada vez más ruidoso, fatuo y exhibicionista, encuentro en la lectura silencio, calma, placer e introspección. Ahí es nada.
Sospecho que esta perorata no llegará a los ojos de quien es su destino, así que me centro en lo que realmente me ha traído hasta aquí: las lecturas que más he disfrutado a lo largo de este viaje irrepetible alrededor de un estrella que, lenta e imperceptiblemente, se apaga:
‘La llamada’ de Leila Guerriero. Qué feroz es esta mujer que escribe con todo y se lee con todo, con los dientes, con el estómago y con las pupilas dilatadas. Guerriero edifica, a partir de sus conversaciones con una sobreviviente, un libro esencial para entender el horror de la dictadura militar argentina. Una muestra más de la complejidad y los matices que ofrece siempre la Historia.
‘Los hijos dormidos’ de Anthony Passeron. Este es un relato conmovedor y luminoso, lleno de amor, mucho amor, y resiliencia. Una historia que pone voz al silencio, vergüenza y humillación que sufrieron incontables familias en los años ochenta al quedar muchos jóvenes atrapados en los estragos de la heroína y el estigma del SIDA. Una tragedia familiar, contada con la delicadeza de un suspiro, que me emocionó en extremo. Muchísimo.
‘El dios de las pequeñas cosas’ de Arundhati Roy. Esta novela insólita, hipnótica y fascinante la leí por vez primera cuando aún no podía votar. Este año decidí que era el momento de volver a leerla y reconozco que es de las decisiones más acertadas que he tomado en este siglo veintiuno. Narra la historia de una familia que permanece atrapada en sus secretos, mentiras y dramas, su machismo y su clasismo brutales. Una novela a ratos desconcertante, pero tan buena, tan distinta, tan original, que en ocasiones me sorprendía con fragmentos que leía una y otra vez, llevado por la admiración y la agitación interior que sólo despierta lo extraordinario y conmovedor.
‘Un inmenso azul’ de Patrick Svenson. No son pocas las ocasiones en las que me pregunto qué tiene el mar que su contemplación no cansa nunca. El encanto de este libro está en las historias que cuenta sobre la exploración de los océanos, sobre la incorregible curiosidad humana, ávida por conocer nuevos mundos, por saber qué hay más allá del horizonte, esa línea irreal donde parecen juntarse cielo y mar. Después de terminar de leer este libro, mirar al mar nunca volverá a ser lo mismo.
‘Fortuna’ de Hernán Díaz. Para muchos, fue el mejor libro de dos mil veintitrés, de hecho, ganó el Pulitzer de Ficción de ese mismo año. Así que empecé su lectura porque todo el mundo hablaba de él. Ahora hablo de él a todo el mundo. Novela que es una y muchas a la vez. Ahí reside su monumentalidad. Prosperar o morir. Poder y derrota. Ambición o subversión. El capitalismo más caníbal al desnudo.
‘Ya nadie escribe cartas’ de Jang Eun-jin. Escritura serena y sutil para una historia en la que, lo que cuenta, más que la trama, son sus fugas, que la embellecen y le dan sentido; y las cartas, claro, que son la mejor manera de expresar la perspectiva, el ritmo lento y las ganas de vivir. Y sí, por supuesto, es una lástima que ya no se escriban cartas. Era todo un ritual: escribir, comprar el sello e ir al buzón. Y lo mejor: esperar la respuesta. Lo que hemos perdido con la mensajería instantánea. Maldito guasap.
‘Nela 1979’ de Juan Trejo. Hay novelas que nacen del deseo; novelas que nacen de la ocasión; y novelas que nacen de la necesidad. Esta pertenece al tercer y orgulloso linaje. Historia de no ficción en la que el autor, con apenas nada, reconstruye la vida de su hermana Nela, fallecida a los 21 años. Una indagación postergada e inevitable para sacarla del olvido. Un esfuerzo que, sin duda, ha valido la pena.
‘Los viejos creyentes’ de Vasili Peskov. Me fascinan los libros como éste: historias reales de personas singulares que han llevado una vida excepcional. Si no lo leo, no lo creo.
Finalizo estas líneas no sin antes desearles, a los valientes lectores que han llegado a este último párrafo, felices y abundantes lecturas en esta nueva aventura que comienza.
Javier Estévez































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