La escucha, base de la democracia

Josefa Molina

[Img #10531]Hace unos días que vengo reflexionando sobre la importancia de la escucha. Es decir, el acto de prestar atención a lo que se oye, que no es lo mismo que oír, dado que oír se reduce a percibir los sonidos con los oídos.

 

Vivimos en un mundo con mucho ruido. Mucho, mucho ruido, tanto, tanto ruido que cantara Joaquín Sabina. Un ruido interesado creado para evitar y dificultar la escucha, un ruido auspiciado para evitar el pensamiento y la reflexión, un ruido concebido para obstaculizar nuestra propia escucha interior.

 

La política española actual está saturada de un ruido que tiene como objetivo no escuchar ni dejar oír al adversario. Pero también hay mucho ruido en las calles, el ruido del consumo capitalista, el ruido de la sobreoferta de todo lo que se pueda comprar y vender que se acrecienta exponencialmente en estas fechas de consumo navideño.

 

Entre tanto ruido de vehículos, de megáfonos, de músicas, de bares, hemos perdido la capacidad de escuchar el silencio. Es más, a veces, hasta huimos de él sintiendo que si hay silencio, no hay vida.

 

Más peligrosa es la incapacidad cada día más manifiesta de no saber escuchar. En la escucha está la base de toda convivencia. Cuando no se escucha de forma pacífica, lo que surge es la sordera del conflicto y del miedo en forma de pelotones de fusilamiento, de metrallas o de bombas que caen del cielo. La sinrazón de la sordera.

 

Las redes sociales son el campo perfecto para cultivar la sordera selectiva. Ya sabemos que los algoritmos (esas “instrucciones sistemáticas y previamente definidas que se utilizan para realizar una determinada tarea”) son los encargados de que solo leamos y oigamos con atención a quienes confirman nuestra propia ideología y den razón a nuestros propios intereses. Algoritmos para engrandecer nuestro narcisismo ideológico estableciendo “un diálogo de sordos”, o lo que es lo mismo: un no-diálogo.

 

Huimos de la fricción que puede generarnos escuchar a la otra persona. Huimos de la otredad porque nos puede provocar un conflicto al que no queremos enfrentarnos. Interactuar con otra persona, con sus propias ideas que pueden no coincidir con las mías, puede provocar un conflicto que nos generaría el esfuerzo de dialogar, de razonar nuestros argumentos, de defender nuestra postura, entendiendo siempre que nos encontramos en un contexto pacífico. En uno bélico, simplemente no hay diálogo. Todo se reduce a un ‘ordeno y mando’. La escucha en una situación de guerra no existe. Ni siquiera para escuchar los llantos de las personas que lloran a sus seres queridos.

 

A veces solo se oye y se oye mal. Se oye desde la ofensa y desde el ataque sin el más mínimo respeto a la convivencia ciudadana.

 

El otro día viví en primera persona una situación que bien podría ilustrar este no-escuchar. Caminaba por una de las calles del casco de Gáldar, cuando me encontré a dos hombres, un joven de unos veintipocos que estaba accediendo por una ventana al salón-comedor de un conocido restaurante chino de la localidad y otro cincuentón que lo ayudaba a escalar desde la calle. El local estaba cerrado así que me acerqué a ellos y les comenté que esperaba que aquello que estaban haciendo -entrar por la ventana- no supusiera nada extraño. Fíjense que en ningún momento les acusé de robar, aunque lo podrían estar haciendo, dado que el local estaba cerrado y por allí no se veía en ese momento a ninguno de los propietarios.

 

El hombre más mayor me espetó rápidamente un “no estamos robando, señora, y si quiere vaya a la policía”. Y yo le contesté que, si quería ir a la policía estaba en mi perfecto derecho de hacerlo como ciudadana, dada que la situación me parecía de lo más extraña. El hombre se alteró visiblemente y enseguida me espetó: “En mi pueblo a las mujeres como usted las llamamos chismosas y enteredas”. Entonces, yo, que me ya me había dado la vuelta buscando el móvil para llamar a la policía local, me frené y me di la vuelta de nuevo para decirle que existe una cosa denominada deber ciudadano que nos debería llevar a cuidar de los demás como parte de una misma comunidad que somos todas y todos.

 

En ese momento, salió por la ventana el joven que había entrado por la misma y el mayor le dijo airado: “mira tú, esta señora, va a llamar a la policía porque dice que estamos robando”. Por mi parte, insistí en mi derecho en hacerlo si lo estimaba conveniente y pregunté que qué pensarían de si estuvieran entrando en la casa de uno de ellos y yo pasara de largo sin decir ni hacer nada. Añadí que así nos iba en la sociedad actual, donde todo el mundo pasa de largo o gira la cabeza para no meterse en líos.

 

Curiosamente, el chico joven fue el único de los tres que nos oyó con atención, es decir, que nos escuchó. Entonces, me miró con tranquilidad y me dijo: “Señora, usted puede llamar a la policía si quiere, está en su derecho pero le aseguro que solo estamos trabajando, no se preocupe”. Y se situó frente al portalón del local para que el propietario le abriera la puerta que fue lo que efectivamente pasó.

 

De esta anécdota, extraje varias conclusiones. Primero, que no hay que mirar para otro lado cuando veas algo que no está bien o te resulta extraño, aunque eso suponga recibir insultos. Ejercer nuestro deber como ciudadanas y ciudadanos es lo que significa formar parte de una comunidad. Si todas y todos nos cuidáramos un poco más, tal vez viviríamos un poco mejor.

 

Segundo, que cuando no se escucha a la otra persona y te ofuscas en tu propio posicionamiento, tu capacidad para argumentar desaparece, pasando directamente al conflicto y al insulto. Pero cuando se decide escuchar, se llega a un punto de encuentro y se obtiene la calma para explicar los hechos evitando el conflicto que, desde luego, nunca es la solución.

 

Y tercero, que a veces, contar con más edad biológica no necesariamente se corresponde con contar con mayor capacidad para el sosiego y el diálogo.

 

Probablemente, si el hombre mayor me hubiera escuchado y hubiera explicado la situación, no se hubiera generado el conflicto. La no escucha generó el enfrentamiento. Por eso es tan básica la escucha en la democracia. Sin ella, no existe como tal.

 

Desde luego que la democracia como sistema de organización política tiene sus fallas, muchas probablemente, pero, hoy por hoy, es el mejor sistema que conocemos para el ordenamiento de un país frente a otros que resultan bastante más injustos y atentan directamente contra los derechos humanos como son el fascismo, el totalitarismo o la dictadura, de los que el sociedad mundial ha tenido y sigue teniendo funestos ejemplos.

 

A este respecto, recomiendo la lectura de ‘Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia’ del filósofo surcoreano Byung Chul Han, un ensayo en el que autor afirma que uno de los efectos más perniciosos de la actual sociedad digital es la incapacidad de escuchar al otro, ofuscados como estamos en los algoritmos que nos reafirman en nuestros propios egos.

 

Es necesario menos ruido. Nos hace falta más escucha. En todos los ámbitos, comenzando por las relaciones interpersonales. Los móviles generan demasiado ruido. Debemos dejarlos a un lado y cuando se está con otra persona, escucharla, mantener una conversación, aunque eso suponga hacer un esfuerzo de atención y escucha.

 

Quizá de esta forma, lograríamos vivir en una sociedad más de escuchantes implicados, menos conflictiva y, sin duda, mejor para todas y todos.

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