No es ningún secreto, para quienes me conocen, mi adicción al café, al chocolate y a la tinta. Esta última la consumo con avidez y la comparto con moderación, lo que me convierte en una lectora insaciable y una escritora meticulosa, convencida de que leer y publicar son verbos independientes. 
 
En la época de las etiquetas, donde la cantidad prima sobre la calidad y las letras se pliegan a las modas, los influencer son los nuevos superventas y los críticos literarios han empaquetado sus plumas afiladas para mudarse a las redes sociales, donde reseñan veinte novedades al mes, mientras construyen bibliotecas con libros que no leen.
 
En este contexto, intento publicar solo cuando siento que puedo aportar algo distinto a este inmenso repetitivo panorama literario. Como lectora, busco esas obras que se apartan de los moldes preestablecidos y desafían lo predecible. Haberlas haylas y cuando las encuentro, disfruto compartiéndolas con la comunidad de lectores que se ha ido tejiendo alrededor del micrófono de La Buena Tarde, mis libros y las redes sociales, donde también es posible nadar sin enfangarse las aletas.
 
   
	
                                                                                                
    
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