
Clara removía el café, completamente absorta en sus pensamientos. Seguía sentada en la barra de la Cafetería frente a la oficina, con la cabeza apoyada en una mano. La Cafetería solía estar muy concurrida a esas horas de la mañana. Era un no parar de gente que entraba y salía. De fondo, el ruido de la máquina del café no cesaba, el tintinear de las cucharillas, los platos y sobre todo la voz de pito de la camarera, que aquella hora se le antojaba irritante. Levantó la vista por un segundo y reparó en el televisor que colgaba de la pared del fondo justo enfrente de ella. Como era habitual, estaba puesta sin sonido y a la que nadie parecía prestarle la más mínima atención. Llevaba varios días viendo las imágenes de la guerra, pero aquella otra visión le impactó. Un niño vagando perdido entre los escombros humeantes, solo, llorando, descalzo. Buscó con la mirada el horror en los ojos de alguno de los clientes, pero nadie parecía percatarse de lo que estaba sucediendo. Un policía deslizaba el dedo sobre su móvil mientras removía su café con la otra, unas universitarias reían animadamente antes de entrar a clase, un empleado del banco enchaquetado leía el periódico y el constante ruido de la máquina de café. Todos a lo suyo y aquel pobre niño descalzo llorando desconsoladamente. Dejó el dinero sobre la barra y se marchó.
El trayecto de regreso a casa regaló a Clara una de esas tardes cálidas de octubre, que seguían atrayendo a los bañistas a darse un chapuzón en alguna de las piscinas naturales que abundaban por toda la costa norte. Bajó la ventanilla para respirar el olor a mar tan típico de ese tramo de la carretera. En la radio sonaba “I´m feeling good” de Nina Simone. Subió el volumen y se dejó llevar por la música deleitándose con el espectáculo de orillas salpicadas de charcos y rocas. Al fondo, sobre un mar de nubes, imponente, el Teide. Sonrió al ver a los surferos con sus tablas bajo el brazo mientras caminaban descalzos a coger olas. Descalzos. Y entonces volvió a acordarse de aquel pobre niño. Se apenó por él. Pensó que era muy afortunada por vivir en la cara buena del mundo. De ese mundo en el que uno se puede sentir bien después de haber terminado su jornada, en el que no caen bombas ni suenan las sirenas, sin muerte, ni dolor, ni destrucción. Sin embargo, no podía alegrarse. La invadió una sensación agridulce. Se salió de la carretera y detuvo el coche. Por la ventanilla entraba la marisma, cerró los ojos y aspiró profundamente el aire húmedo del mar. Durante unos instantes el sonido de las olas chocando contra las rocas la distrajo de aquellos pensamientos y retomó su camino. Antes de dejar la costa, echó un último vistazo por el retrovisor para contemplar una vez más esta orilla que la llenaba de paz.
Rosa Delia Santiago Bolaños

































Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.49