Manuel de LeónEse día de verano, Ernesto se asomó a la ventana de su oficina ubicada en el décimo piso, como todos los días, para observar a Gabriela. Ella vendía jugos y tortas de maíz, en la esquina de una calle, de ejecutivos y empresarios que olvidando por un momento los restaurantes carísimos llegaban a disfrutar de una deliciosa y natural bebida de los dioses.
Ernesto, salió un momento de su despacho, bajó rápidamente del edificio, parecía un jovenzuelo ansioso por abrir su regalo de Navidad, y al llegar a la calle, cuando la vio, la saludó con la timidez de un enamorado.
Ella, de ojos negros, piel negra y cabellos de trenzas africanas, robó su atención. Él, decidido como nunca, la volvió a mirar, pero esta vez directo a los ojos, y sin titubeos, acarició su piel, olió su cabello y se acercó a sus labios carnosos, saboreando el beso. De repente un sonido agudo y perturbador dio por terminado ese momento.
Los audífonos fueron retirados, junto con el simulador que se adhería a los ojos, mientras las amables palabras de una máquina, le decían: «Señor, la sesión de recuerdos ha terminado».
Manuel de León
































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