Los finaos

Quico Espino

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Menos mal que el día de Los Finaos se sigue celebrando en muchos colegios. En mi infancia era una fiesta campestre que celebrábamos los chiquillos por un lado y las chiquillas por otro, pues, según se decía, los niños con las niñas olían a mierda de gallina. Ninguno de nosotros sabíamos, ni remotamente, con la candidez que nos caracterizaba, que Los Finaos eran los difuntos, los finados, por más que fuera su día. Estábamos al corriente de que era el día de los muertos, porque nuestras madres iban al cementerio a poner flores a los familiares fallecidos, pero no imaginábamos que ellos eran los festejados.  
 
Se han introducido nuevas costumbres en los últimos años, de manera que los mismos escolares que celebran Los Finaos también festejan Halloween, propio del mundo anglosajón, sobre todo del americano. ¿Truco o trato? es la pregunta que mucha gente escuchará ese día cuando abran la puerta a jóvenes disfrazados de muerte, llevando calabazas con caras terroríficas como farolillos.
 
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A mí, aunque estoy abierto a novedades, no me gusta mucho esa intromisión americana, sobre todo por el hecho de que se echan a perder millones de calabazas, vaciándolas para luego tallarles ojos, nariz y boca llena de dientes, e iluminarlas por dentro con el fin de que parezcan terroríficas. Parece ser que dicha americanada ya está arraigada en nuestro país, por lo que no me extrañaría que, cuando menos lo esperemos, nos encontremos comiendo pavo al horno para celebrar el día de Acción de gracias. Crucemos los dedos para que no suceda.

 

Sin duda alguna, yo me quedo con Los Finaos. Pero antes de hablar de esa fiesta tan divertida como macabra, pues realmente se festeja a la muerte, quiero hacer un inciso para seguir hablando de las calabazas, no de las espeluznantes calabazas de Halloween sino de la monumental escultura que ahora está en Londres, más concretamente en Hyde Park, donde permanecerá hasta el mes que viene, que mide seis metros de alto y cinco y medio de radio,

 

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… cuya autora es una japonesa nacida en 1929, todavía vivita y coleando a sus noventa y cinco años,

 

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… llamada Yayoi Kusama. La pieza, de color amarillo con lunares negros, está hecha de acero inoxidable, mosaico y bronce y, por lo que he leído, la autora utiliza su habilidad como medio para mitigar los síntomas de sus problemas psicológicos. Parece ser que es precursora del arte pop y el minimalismo, así como del arte feminista, y que ha influido en algunos de sus contemporáneos como Andy Warhol y Claes Oldenburg.

 

Volviendo a los Finaos, recuerdo que mi madre nos preparaba, a mi hermano Agustín y a mí, una talega en la que nos ponía dos bocadillos de tortilla, otros dos de chorizo de Teror, o de queso, almendras con cáscara, higos y tunos pasados, además de las castañas, y que, con la fresca de la mañana, partíamos para el Barranco de Guayadeque un rancho de chiquillos. Éramos todos vecinos y  siempre iba el padre de alguno de nosotros a cuidarnos.

 

La caminata llegaba hasta Cueva Bermeja, y allí, bajo los morales, balos y acebuches, montábamos el campamento y, tras desayunar, empezábamos a jugar al pañuelo, a jilo, a calambre, a piola, al fincho, a imitar el vuelo de las aguilillas, las moñas de los pájaros capirotes, y a lo que fuera; sólo hacíamos una pausa para almorzar y venga otra vez a jugar, excepto si llovía, hasta las cinco de la tarde, que cogíamos rumbo para estar en casa antes del anochecer. 

 

Recuerdo que, poco antes de cumplir diez años, en Los Finaos de 1962, mi madre aprovechó nuestra excursión a Cueva Bermeja para que le lleváramos una gallina a una prima suya que vivía en el aquel barrio. Mi hermano, que era dos años mayor que yo, me la hizo llevar todo el trayecto, salvo cuando ya estábamos llegando, para presumir ante la prima de mi madre. Y según la agarró por las patas, vi, de repente, que la gallina estaba poniendo un huevo. Por reflejo extendí la mano y lo cogí por el aire, ante las alegres risas  de los chiquillos que presenciaron la escena.

 

Tengo grabados aquellos carcajeos en el sentido. Son como campanillas que resuenan y tintinean, y creo escucharlos cada vez que se acerca el día de Los Finaos y voy al Barranco de Guayadeque, como si sonaran en el aire, como si el eco de las montañas los hubiera guardado entre sus riscos con la intención de repetirlos para mí.

 

Quico Espino

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