La foto

Javier Estévez

[Img #6052]De no haber sido por el azar, no hubieras escrito nunca estas palabras. Porque, contrariamente a lo que Einstein creía, lo casual existe y explica mucho de lo que nos ocurre a nosotros y a esa colección incalculable de átomos que llevan miles de millones de años danzando por el Universo. Sea como fuere, lo cierto es que, inesperadamente, aquel policía tocó en tu casa un domingo por la mañana. Traía varios documentos que alguien había depositado junto a un contenedor en el barrio donde creciste, moriste y volviste a nacer. Te mostró las escrituras de una casa lejana en el tiempo y en el espacio que había pertenecido a una mujer. Tenía el mismo primer apellido que tú. Es mi tía, le confirmaste mientras ojeabas el documento. A continuación te dio un certificado de defunción. Era de tu abuelo paterno. Toda una vida, pensaste, con lo bueno y lo malo, la alegría y la tristeza, los éxitos y los fracasos, reducida a una hoja. Un papel que demuestra que exististe. Que un día irrumpiste en este mundo y que otro marchaste para no volver. Por último, te entregó unas fotos. Cogiste el montón entre tus manos, le agradeciste su atención y se despidieron. Tan pronto cerraste, con la espalda apoyada en la puerta, comenzaste a hojearlas de un modo febril. Las primeras eran una serie de instantáneas tomadas en la plaza de San Pedro del Vaticano. Reconociste la columnata y el obelisco y los dígitos que en la esquina inferior derecha de cada foto indicaban la fecha en la que habían sido tomadas. Era el marchamo inconfundible de aquella cámara que tu padre había comprado antes de viajar a la India. En las siguientes imágenes aparecía él en lugares por ti desconocidos. Menos la última foto. De esa sabías algo más que el lugar y la fecha. Porque esa, en concreto, la habías hecho tú. Era en el valle de Belagua. Te sorprendió descubrir que él, entonces, debía de tener la misma edad que tienes tú ahora. Lo observaste con detenimiento: su pose, la rectitud de sus hombros, los brazos, como paréntesis, arqueados junto al cuerpo. Tiene el abrigo amarrado a la cintura, unos pantalones vaqueros holgados y una camisa de algodón de cuadros con las mangas recogidas en los codos. Te gusta el color azul cielo del cielo. Recuerdas que tras la foto decidieron regresar. Recuerdas, también, que ya en el refugio, sentado en una mesa junto a unos ventanales, comenzaste a escribir una carta. Fuera arreciaba una lluvia violenta. Expresaste en el papel cuánto te gustaban aquellas montañas. Sus sombras descansando en la pradera. El secreto del agua recién nacida. Las hojas empujadas por el viento. El bosque que se estremece y sacude las ramas de tu alma. Por vez primera confesaste algo que escondías muy adentro, en el pozo profundo de tus entrañas: la naturaleza, misteriosa, irresistible, despertaba en ti un agradable sentimiento de pertenencia. No encontrabas mejor forma de felicidad que andar entre los árboles. En el hayedo, aseguraste, tu corazón soñaba. Antes de terminar, añadiste que esos días habían despertado en ti un ansia extraña, un pálpito irrenunciable: la necesidad de saber y de contar todo lo que sentías. La foto luce ahora en el mejor portarretratos que encontraste. Cuando te aburres o te sientes triste, la tomas entre tus manos. La miras con cierta nostalgia. Y te acuerdas de las palabras que Werner Herzog apuntó en su diario: “Mis pasos son firmes. Y ahora tiembla la tierra. Cuando yo camino, camina un bisonte. Cuando descanso, reposa una montaña”.

 

Javier Estévez

Comentar esta noticia

Normas de participación

Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.

Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.

La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad

Normas de Participación

Política de privacidad

Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.175

Todavía no hay comentarios

Quizás también te interese...

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.