LA BRISA DE LA BAHÍA (200). Lina (II)

"De cómo mis padres tuvieron una vida anterior plena y romántica, quisiera hablarles hoy. Nunca se me había ocurrido pensar que mis padres una vez fueron jóvenes y que amaron con la pasión de sus momentos..."

Juan Ferrera Gil Lunes, 14 de Octubre de 2024 Tiempo de lectura:
Lina II. Juan FERRERA GILLina II. Juan FERRERA GIL

“Quisiera pedirles perdón por mi encontronazo anterior. Bien es verdad que solo soy una aficionada en esto del escribir, pero ello no es motivo para entrar en sus casas, y en sus cabezas, como un elefante en una cacharrería, aunque sea a través de un periódico. Así que les pido disculpas.

 

De cómo mis padres tuvieron una vida anterior plena y romántica, quisiera hablarles hoy. Nunca se me había ocurrido pensar que mis padres una vez fueron jóvenes y que amaron con la pasión de sus momentos, en la que las formas decían mucho y los comentarios sobre los otros debían ser muy medidos o, sencillamente, nunca pronunciados. Lo peor de todo es que cayeras en desgracia en una sociedad, capitalina, eso sí, pero tremendamente implacable cuando “ellos” consideraban, en sus estrechas mentes, que traspasabas la frontera y volabas amén del resto. Cuando empecé a comprender la extraordinaria presión que como mujeres recibíamos, no imaginé que fuera tan espesa y tan cargada de inexplicable negligencia: los hombres se habían adueñado del mundo entero y apenas dejaban unos resquicios por donde poder respirar: todo se iba en atender al marido, valedor y mantenedor de una estirpe social que trabaja, lucha y ama en un ambiente marcadamente masculino. Cuando comprendí que la muerte acechaba en cualquier esquina, me pude percatar, por ejemplo, de que el tiempo de mi padre en este mundo estaba llegando a su fin. No sabría explicarles cómo ni por qué llegué a esa triste conclusión. Pero un día me levanté con el otro pie y hasta que no aterrizó en el consabido hoyo del patio trasero de la casa, no me di cuenta de nada: falleció un viernes de abril de 1920.

 

Mi padre, que se había hecho a sí mismo, había abierto en 1885 El Almacén Europeo en plena calle de Triana, que se adivinaba como futuro y pequeño centro comercial, o algo así, de la ciudad. Además, las calles perpendiculares comenzaron a reclamar su espacio a medida que talleres y negocios se iban asentando en los bajos de los nuevos edificios. Contaba El Almacén Europeo con diez trabajadores procedentes de las orillas de la capital, típica y recurrente expresión de mi madre; pero yo quería decirles únicamente que la muerte de mi padre me dejó traspuesta y descolocada en aquel mundo de entonces, tan ordenado, tan encorsetado, que no supe adivinar el significado de aquel violento trauma y lo que se nos venía encima a mi madre y a mí. Contaba mi padre con sesenta años, que no aparentaba, cuando viajó a mejor vida y, de repente, mi madre y yo nos vimos abocadas a entrar en un mundo desconocido y extraño, y tan solo de hombres marcados con extraordinarios espíritus comerciales, que al principio tuvimos que contar y aguantar cierto atropello varonil: llegaron a sentir los hombres de aquel tiempo que éramos una especie invasora que no sabía, que no aprendería nunca y que, sobre todo, no ejecutaría ninguna resolución en el panorama comercial que se avecinaba con su Debe y Haber; sin embargo, tal vez el que fuera el mejor amigo de mi padre, Demetrio González de las Cañas, nos echó una mano tan valiosa que todavía estamos en deuda con él. Pero estoy mezclando tantas cosas que no sé siquiera por dónde voy. Esta forma de afrontar la escritura, tan convulsa, no crean que me deja con buen sabor de boca; podría ser más sistemática, pero creo que, en el fondo, tampoco lo deseo. Escribir y escribir es mi necesidad preferente. Y a partir de ahí que cada cual crea lo que desee. Siento que escribo para que la historia familiar coja cuerpo y no se pierda en el camino, tan lleno de incidencias. Por eso este empeño mío en querer mantener la estirpe y la historia social de unas mujeres, mi madre y yo, que tuvimos que apechugar en un mundo exclusivo de hombres-machos y de hombres-hombres que, la mayoría de las veces, nos miraban por encima del hombro-hombre, como marcando el terreno que solo a ellos correspondía por casta, tradición y empuje.

 

Ya dije antes que mi esposo, al que adoro porque con él he encontrado la felicidad y la pasión sosegada, no es mi enemigo, ni lucho contra él. Creo que me he encontrado con la excepción perfecta de la regla, aunque la mirada siga siendo estrecha; sin embargo, no tengo ninguna queja que hacerle: nos hemos entendido en la cama y en casa, tenemos cuatro hijos que crecen tranquilamente y yo, en mis ratos libres, que cada vez van a más, escribo estas líneas ni sé bien para qué: me encuentro a gusto mientras coso palabras que no sé si algún día llegarán a vestido; en cualquier caso, cuando se lo dije a mi esposo, que no mi tirano, no solo no se extrañó sino que me soltó aquello de “creía que tu pasión era pintar, no escribir. Solo te lo diré una vez: no dejes de hacerlo nunca, por favor”, fueron sus palabras de entonces. Por eso digo que mi hombre no es, en absoluto, mi enemigo: sé que otras amigas no podrán siquiera expresarlo; quizás yo pueda representar lo que ellas no pueden. O no quieren: no me quedaré quieta y en casa; bueno, en casa sí, pero quieta no. Yo sé lo que quiero decir y buena muestra de ello son estas consideraciones que voy dejando escritas con esta vieja máquina de escribir Hispano Olivetti que ya mi marido no usa: su secretaria, Almudena Cid Cañaveral, se encarga de todo el papeleo en el nuevo artilugio: es tan eficiente esta mujer que un día les hablaré de ella, tan perspicaz como aguda, y tremendamente profesional. Nunca sentí celos: era cabal, como las tuneras que había en solar al lado de casa, hasta que levantaron la nueva los futuros vecinos: un poeta que trabaja en la Audiencia, según los rumores. Igual hasta le podría decir que a mí las palabras me ponen y predisponen, pero seguramente no me atreveré pues aún no sé de qué pie cojea; en cualquier caso, es agradable sentir que en la próxima vivienda de al lado bulle la vida literaria; parece una sentirse más acompañada. ¿A ustedes no les pasa? ¡Pues no saben lo que se pierden!

 

Mi madre siempre fue diferente y, además, un descubrimiento casi continuo: ¡cuánto la echaré de menos! De momento, lidiamos las dos con el legado que nos dejó mi padre y nunca he encontrado persona con tantos arrestos: lidiar en aquel tiempo de hombres y poder atravesar las estrechas veredas que nos dejaban para caminar fue una odisea tan grande que ni siquiera el vivir en Ciudad Jardín servía de nada. Cuando comprendimos que ya no éramos bienvenidas en el Gabinete ni en la Sociedad ni en el Círculo, nos fuimos apartando: al fin y al cabo, aquel mundo de poses, mujeres de y convenciones sociales, y arbitrarias, apenas nos aportaban más que atrasos y viejas formas y manías masculinas y temas de conversación trillados hasta decir basta. ¡Y nosotras andábamos ya en otro mundo que ni siquiera habíamos imaginado que existía! Para cuando nos hicimos con el negocio y aprendimos a colocar correctamente las piezas en el tablero, y en las estanterías, había transcurrido un año de la muerte de mi padre: a partir de entonces empezamos a comprender no solo la magnitud de la empresa y sus variadas trapisondas, sino que, al mismo tiempo, pudimos darnos cuenta del mundo que nos rodeaba y de cómo la mujer, así, en general, ocupaba su lugar en el baile y su lentitud a la hora de actuar, si es que alguna vez se producía el vals. Al despojarnos de lo superfluo, que hasta entonces no lo era, bueno, no lo teníamos asumido, pudimos avanzar y para cuando pude publicar mi primer libro, Impresiones de mujer, ya había transcurrido un par de años desde que mi padre nos dejara.

 

En aquel tiempo, donde la calima no existía ni siquiera se la esperaba, no solo la capital era más pequeña que ahora, sino que, en el Liceo recién inaugurado, abierto siempre a novedosas y modernas propuestas, tuvo lugar la presentación del pequeño libro: todo un acontecimiento para la época. Entonces comprendí que el silencio femenino era una verdad tan grande como un templo: me encontré con pintoras, escultoras y compositoras: todas ellas, aisladas entre sí, luchaban cada una desde su parcela y ya empezaban a quitarse el sombrero y dejar sus cabezas descubiertas: una etapa tan desconocida que en la posguerra hubo que intentar poner en marcha todo otra vez; sin embargo, las condiciones culturales y sociales presionaban lo suyo, donde el miedo obligaba a hablar en voz baja: sumisión era la nueva palabra de la recién inaugurada Nación Católica.

 

Juan FERRERA GIL

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