Música para cerditos

Quico Espino

La imagen que encabeza este artículo permanece indeleble en mis recuerdos. La vi cientos de veces a lo largo de la niñez y de la adolescencia, pues durante casi trece años fui cochinero, no sólo por el gentilicio que nos endosaron a la gente de Ingenio sino por el hecho de que anduve cuidando cochinos durante ese tiempo. Comencé a los seis años y medio, después de hacer la primera comunión (momento en el que, por aquellas fechas, uno pasaba a ser responsable) y terminé a los diecinueve, poco antes de empezar mis estudios universitarios en La Laguna.

 

Nunca olvidaré la primera vez que acompañé a mi madre a asistir a una cochina de parto. Fue una noche ventosa de noviembre, yo a punto de cumplir siete años, y recuerdo que un quinqué alumbró nuestro camino por aquellos oscuros andurriales hasta el Llano de la Cruz, donde mi progenitora tenía dos cochinas, en distintos chiqueros, y dos cabras que compartían la misma choza.

 

Una vez en la pocilga de la parturienta, que estaba tendida en el suelo, dando pujidos y resoplando, mi madre colgó el candil  en un palo del techo y empezó a frotar la barriga del animal, que pesaba más de ciento cincuenta kilos y que, en menos de una hora, parió trece crías, diez machos y tres hembras. Un buen parto, se decía, pues los varones, a los que había que capar a los quince días, se vendían el doble de caros que sus hermanas, ya que los compraban para fiestas, bautizos y bodas, y, como lechales, eran un manjar de dioses. 

 

Si estoy escribiendo sobre este tema se debe al hecho de que hace unos días soñé que mi madre me despertaba a las tantas de la noche, alegando que una cochina iba a parir y quería que yo fuera con ella a ayudarla en el parto. ¡La vi tan viva y tan joven! Tenía cuarenta y tres años en mi sueño. Me acuerdo de ello más que nada porque yo no me despertaba ante su llamada, y ella me pegó un pellizcón retorcido en el brazo, un clásico, que fue lo que me hizo despertar tanto entonces como ahora, casi sesenta y cinco años después, con la misma sensación.

 

-¡Ños, mamá, me dolió! –grité al salir del sueño, pasándome la mano por el brazo pellizcado, y luego sacudí la cabeza al darme cuenta de la realidad, pensando en lo vívidas que resultan a veces las escenas oníricas.  

 

Fueron muchas las vivencias que tuve como cuidador de cochinos, siendo la de capador la más espantosa. Otra que no me gustaba nada era limpiar los chiqueros, siempre sucios y apestosos, donde las cochinas y sus hijos se revolcaban, llenos de mugre, y por eso debe ser que, con nueve años, soñé (siempre he sido un soñador) que la gran trapecista Pinito del Oro, a la cual había visto en la tele,  (un comerciante había puesto un aparato televisivo en un escaparate), compró una finca en El Mondragón, en Ingenio, y  la convirtió en una granja de cochinos.  

 

En el sueño iba con mi padre y su camioneta a la granja, a llevar un cargamento de tomates y plátanos para los cerdos, y asombrado me quedé cuando vi a un número  incontable de lechones que eran bañados con una manguera a presión, todos limpios como patenas, ¡qué  maravilla!, mientras sonaba una música para mí desconocida. Más adelante supe que se trataba de Las cuatro estaciones de Vivaldi. También supe con el tiempo que Truman Capote había escrito una novela titulada “Música para camaleones”, y yo pensé en escribir otra que se titulara “Música para cerditos”.

 

Jamás olvidaré aquella etapa de mi vida, un montón de años de cochinero, una experiencia que, con la perspectiva del tiempo, me parece tan remota que tengo la impresión de que fue otra persona quien la vivió. 

 

Igual de lejano me resulta el hecho de verme jugando a la pelota (aún no conocíamos la palabra fútbol) con mis amigos en plena carretera y parar a cada media hora para que pasara un coche. Era la única carretera que iba al sur; venía de Telde, seguía hasta El Carrizal y de allí partía hasta Arinaga, Vecindadario, Doctoral…
 

Era la misma carretera que tenía que cruzar con las cochinas, cuando las llevaba al verraco (el barraco, decíamos entonces), y como apareciera un coche cuando íbamos a atravesar la calzada, no había forma de que se movieran. Empezaban a gruñir y más de una vez, encochinado, me vi dándoles palos en el lomo para que avanzaran.

 

Pensándolo bien, me temo que fui tan bruto como ellas. Es cierto que en aquellas fechas, al igual que mis amigos, era un salvaje, criado en barrancos, entre charcos y cuevas, tomates, millo y piteras, que hacíamos flechas, lanzas y arcos con verguillas y metales que cogíamos en una fundición, que mataba pájaros, ranas y lagartos con la tiradera, sin pararme a pensar en nada que no tuviera que ver con aquellos momentos, como si nada más importara, como si no hubiera futuro.

 

Quico Espino

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