Maravillas naturales

Quico Espino

Foto: Ignacio A. Roque LugoFoto: Ignacio A. Roque Lugo

 

No soy el único al que le gusta leer en la playa, arrullado por las olas. Hace un tiempo me llevé al Juncal un libro titulado “El infinito en un junco”:

 

[Img #21343]

 

… en el que de entrada se cuenta que, durante su reinado, el faraón Ptolomeo II, allá por el siglo III a. C.,  pudo haber enviado mensajeros a los gobernantes de todos los países de la tierra para que, con el fin de agrandar su colección, la de la Biblioteca de Alejandría, le enviaran las obras de todos los escritores de su entorno, ya fueran poetas, novelistas, médicos, adivinos, historiadores, filósofos, etc. 

 

No sabía yo, y me enteré leyendo este libro, que el junco, que se daba profusamente a orillas del río Nilo, fue la materia prima de los primeros libros (después de los de humo, piedra y arcilla), los cuales propagarían el pensamiento al infinito. El conocido papiro fue el soporte de escritura, elaborado a partir del junco, y supuso el salto decisivo del relato oral al escrito. 

 

Y miren por donde yo estaba leyendo aquel ensayo en la playa del Juncal, en cuyo barranco, que ya casi no recibe agua de lluvia, quedan todavía algunos juncos desperdigados.

 

Había ido a echar el día en la playa con un grupo de amigas y amigos, llevando incluso comida para el almuerzo y la merienda, y entonces, tumbado a la sombra de uno de los acantilados de aquella hermosa caleta, enmarcada por Tamadaba, y con la Cola de Dragón reptando hacia el mar,

 

[Img #21345]

 

… les comenté de qué iba el libro que leía, creando un ambiente de gran interés, pues les pareció una curiosidad, y cada cual dijo algo relacionado con el tema. Una de mis amigas alegó que los aborígenes canarios también habían utilizado el junco para hacer esteras, cestas, colchones, vestidos… y que, vete tú a saber, a lo mejor también lo usaron para escribir historias, ya que, tras la conquista, los españoles no dejaron rastro de la mayoría de las actividades de nuestros ancestros.

 

Luego nos pusimos a buscar los juncos que quedaban por el barranco, la mayoría viviendo de la poca humedad que encontraban en el subsuelo, y elucubramos con las distintas historias que podrían haberse dado en aquel cauce, en cuyas cuevas probablemente vivieron algunos indígenas canarios en el siglo III a. C., coetáneos de Ptolomeo II.

 

Volvimos a la playa cuando empezó a ponerse el sol, y allí nos sentamos para ver el prodigio del atardecer, esperando a que el astro rey se acostara del todo para ver emerger el Teide:

 

[Img #21346]

 

Y así, en estado contemplativo, en silencio, arrobados y acunados por el rumor de las olas, vimos el ocaso en la playa del Juncal, una maravilla más que nos ofrece nuestra madre primigenia, que es la naturaleza.

 

Texto: Quico Espino

Fotografías. Ignacio A. Roque Lugo

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