Balcones de poesía

Javier Estévez

[Img #6052]Fue durante el funeral de Héctor cuando recordé aquel sermón. Era el entierro de una amiga de mi madre. Entonces me conmovió la volcánica convicción con la que el sacerdote transmitió su fe en la resurrección, dogma y consuelo para el dolor que provoca la pérdida y otros infortunios de la existencia. Cuánto valor tiene la palabra bien reflexionada y mejor sentida, pensé. Qué relato tan narcótico y oportuno, confirmé. También recordé cuánto me gustaba de pequeño el momento en el que los feligreses se desean la paz. De niño, en vez de decir, “la paz sea contigo”, yo susurraba entre dientes “qué pasa contigo". Conociéndolo como lo conocí, pensé que esta bobería infantil habría hecho reír a Héctor. Seguro. Y, en ese momento, decidí que así lo recordaría, con su sonrisa extensa y sonora que achinaba sus ojos extraordinariamente planetarios. 

 

Sucedió en la calle. Creí ver su coche dirigirse hacia donde yo estaba. De manera irracional y automática, pensé decirle una tontería cuando se detuviera junto a mí. Era algo frecuente entre nosotros. Cosas de pueblo, imagino. Pero un rayo de lucidez despertó mi consciencia.  Y me inmovilizó. Porque no podía ser él. No era él. Y no sería nunca más él. La tristeza me desorientó. Caminé calle abajo como si soñara. Cabizbajo. Con las manos en los bolsillos e invadido por una forma demoledora y desolada de nostalgia. Como un árbol solitario que ha deshojado el invierno. 

 

Sé que los días que me quedan por vivir son menos que los que ya he dejado atrás. No hay forma de escapar de esta contabilidad tan básica. Cada uno de nosotros tiene concedido una cantidad determinada de tiempo. Y no podemos invertirlo, solo consumirlo. Segundo a segundo, día a día, año a año. Hasta que se agote. 

 

Hace unas noches, el personaje evocado en una película sencilla y conmovedora, me recordó, con una fidelidad inimaginable, a mi padre. Verle atendiendo sus plantas me trajo de nuevo la visión de mi viejo cuidando de las suyas. Con la misma atención y delicadeza. Y con aquella seguridad y serenidad que transmitía cuando hablaba contigo mientras regaba los geranios, deshojaba las helechas o abonaba las violetas del descansillo. Él era estoico sin tan siquiera saber qué era el estoicismo. La vida puede ser dolorosa, pero, a la vez, interesante. Y seductora.

 

En Úbeda, la tierra donde nació Sabina, una epidemia de poesía contagia la ciudad. Un colectivo de poetas hace florecer sus versos en los balcones y rejas de algunas ventanas. Una de las cartelas dice lo siguiente: “Mi destino es mi nombre. / Viviré en sus fonemas/ viviré mientras alguien me pronuncie”. Héctor es un nombre mítico. Contundente. Y para mí, inolvidable. 

 

Javier Estévez

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