Niño de los semilleros

Miguel Rodríguez Romero

[Img #6601]Era bastante mayor cuando llegó a la escuela. El maestro lo presentó a la clase como Gregorio, pero lo bautizamos de nuevo para llamarlo Regorio. De piel oscura curtida por el sol, ojos negros y enormes, como su tristeza infinita.

 

De nada sirvieron los intentos de mi banda por integrarlo al grupo,  pues nunca estaba de buen humor. Estuvo poco tiempo con nosotros, pues tal como llegó, se marchó.

 

Ya me había olvidado de él, pero un buen día me acerqué a un pescador que estaba en las rocas, por donde suelo pasear para ver sus capturas. Llevaba sombrero de palma, barba pronunciada, y melena descuidada que se dejaba ver rebosando el sombrero.

 

-Buenos días –le dije, pero no hubo respuesta; sólo me miró, y, cosas que pasan, encontré de nuevo aquellos enormes ojos oscuros e igual de tristes que en mi infancia.– ¿Eres Regorio? –le pregunté. 

 

-Sí –contestó, girando de nuevo su cabeza–. ¿Nos conocemos de algo? –preguntó sin mirarme.

 

-Creo que de la escuela, ¿recuerdas? –repliqué, y añadí: –Ya veo que continúa tu eterno mal humor.

 

Me contestó con voz bronca, que parecía proviniese de sus entrañas, pero educada.

 

-No tuve una buena infancia. Por los caprichos del encargado de la finca donde trabajaban mis padres, acabé siendo un "niño de los semilleros". Sufrí abusos de todo tipo, que prefiero no contarte, y eso me sumergió en un laberinto de tristeza, en el que me encuentro muy cómodo. Supongo que entiendes que mi resentimiento hacía el mundo sea eterno, y que no soporto andar ni hablar con gente. Te digo todo esto, porque agradezco enormemente tu interés y el de tus amigos por ayudarme; comprenderás que era tarea difícil. Podía haberte invitado a un tenderete, pero te pido perdón, porque a cambio me has servido de desahogo.

 

No sabía qué contestarle. Luego le dije que igual si me hubiera invitado a una fiesta, le habría dicho que no, pero que para escucharle siempre estaría dispuesto.

 

Con su voz profunda, me dijo que, por favor, no le hablara de felicidad, porque no creía en la gente que dice ser feliz, y mucho menos que mirara en su interior, porque además de que eso es mentira, ya me podía imaginar yo lo que iba a encontrar.

 

Me invitó a una cerveza que sacó de un charco, y brindamos.

 

-¿Por qué brindamos? –le pregunté y respondió lentamente, después de pensarlo un poco:

 

-Amigo, lo haremos por todos esos sin nombre que vivieron una infancia horrible, y que sobrevivieron, aunque el dolor permanezca oculto.

 

-Que así sea.  Y aquí estaré siempre que necesites hablar con alguien. 

 

-Gracias, amigo –me dijo.  Me dio la impresión de que no recordaba mi nombre, pero no le di importancia, porque lo esencial es que me había llamado “amigo”, y eso sí que importa.

 

Miguel Rodríguez Romero

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