La vela viajera

Parece que va a volar,

incitada por el viento,

empecinado elemento.

Al Teide quiere llegar,

 

por su cumbre planear

con sutiles movimientos,

sin premuras ni aspavientos,

llevando consigo el mar.

 

Nosotros también dejamos volar nuestra imaginación contemplando el atardecer,  embelesados, cautivados por los colores del cielo, rojizo, ambarino, azul, y por esa gran teta que es el Teide, que siempre me ha sugerido una amazonas gigante que navega boca arriba por los mares, ella sola, sin velas, dejándose llevar por el viento y la corriente, bañada por las olas que, cuando la mar está en calma, lamen sus senos con verdadera fruición, y que, si está brava, rompe contra ellos, pretendiendo arrancar de cuajo sus turgentes pezones.  

 

El Teide la vio arribar 

desgajada en filamentos,

para luego, en un momento,

su figura reformar.

 

No pretendía aterrizar,

y dividida en fragmentos

se perdió en el firmamento.

Ahora es una estrella más.

 

Se pierde uno igualmente entre la olas del mar, tendido sobre las aguas con los brazos abiertos, con los ojos cerrados, mecido por el vaivén de las ondas, seducido por la corriente, dejándose llevar. Y se borran los pensamientos; las preocupaciones se van quedando relegadas a cada brazada que uno da. Es un instante mágico que se repite cada vez que entro en el agua. 

 

De Sardina enamorado, sardinero empedernido, no sé vivir sin el mar, y, si él me lo permite, casi a diario me baño en esta hermosa playa que me cautivó según llegué por estos lares. En ella ansío zambullirme, bracear, dejarme acariciar por el agua salada, abandonarme a las olas, saberme transportado por ellas y sentir que estoy flotando, que es casi como volar.  

 

¡Cómo me gusta nadar

en el mar!, pues siempre siento

que es mi pasión y el aliento 

que me aviva y me da paz.

 

Y ahora quiero relatar

que una estrella, ¡qué portento!,

fue avistada mar adentro,

lista para navegar.