Manuel de LeónEn las mañanas expulsaba su voz carrasposa y violenta. Sus palabras retumbaban en la memoria, y su aliento a cigarrillo sin filtro invadía mi olfato.
Ella miraba el cielo en las primeras horas de la mañana, cargando una taza a ras, de café bien oscuro. Antes de lanzar el pregón en su ritual matutino hacía un silencio que se mezclaba con los sonidos del campo. Yo era un niño, no quitaba mis ojos de su nariz, larga y gruesa como un garfio. Su barbilla tenía la forma de un clavo, su cabello entre canoso y áspero competía con el fique.
Se sentaba en la mecedora Momposina, para despepitar los mazos de frijol Zaragoza que se cocinaban para la cena de las seis de la tarde. Despacio me fui por su espalda, agarré su cabello y lo jalé con fuerza; en ella el dolor no existía; ni se inmutó. Con su mano gruesa de piel curtida me agarró por la muñeca, me arrastró y me puso frente a ella; me señaló con su dedo pesado y tosco, «¡no más!, a la abuela no se le jala el pelo. ¡Te voy a dar duro en las piernas si sigues jodiéndome!» Sus palabras con tono radical a veces eran más dolorosas que un golpe.
Ese día, una nube cargada de lluvia se posó sobre su cabeza. Las gotas grandes cayeron repentinamente, pero ella levantó la mano, la sacudió como espantando a las lechuzas; la nube se quebró en pedazos, y mágicamente el cielo mañanero volvió a ser el mismo. Sosegadamente metió su mano en la blusa, escrutó en el sostén, y sacó una bolsita de tela, al abrirla había una cajetilla de cigarrillos marca Piel Roja, y unos fósforos envueltos en una servilleta. Rasgó una cerilla sobre la falda, y de un solo movimiento el fuego brotó; con experticia encendió el cigarrillo. La vieja botaba el humo por un lateral de su boca, mientras que al mismo tiempo sostenía el tabaco con sus labios, mirando concentradamente al horizonte.
La abracé, la abracé fuerte. Mi estatura llegaba hasta su cadera. Mis pequeñas manos tiraron de su vestido, le dije: «abuela, abuela».
Lanzó la colilla al suelo. Seguí abrazado a ella como un miquito. Con su mano gruesa me dio un golpe en los antebrazos. Lloré a gritos.































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