Rancheras en las vacaciones

Juana Moreno Molina

Ilustración: Antonio Juan Valencia MorenoIlustración: Antonio Juan Valencia Moreno

Este fin de semana visité la Aldea con la idea y la ilusión de llegar a ella por los flamantes túneles, ya en servicio, que nos pondría en minutos en aquel laborioso pueblo. Sorprendida por el ahorro de tiempo empleado, vino a mi memoria la vez visité esta parte de la isla por primera vez, siendo casi una niña. 
 
Cómo me impresionó la vista que aparecía ante mis ojos después de salir del viejo túnel: abajo, a varios kilómetros, se extendía por el ancho valle una selva de molinos californianos rojos que emergían de los innumerables huertos de tomateros, llegando hasta nosotros el tintineo de sus aspas, ¿o del agua que hacían subir a la superficie? No lo supe nunca. Me parecía que habíamos llegado a otro país: al lejano Oeste o a Méjico.
 
Emocionada seguía observando aquella visión, mecida ahora por el vaivén del viejo coche de hora que bajaba la carretera ligero, como el burrillo que ya presiente su cuadra, sin el traqueteo asmático que nos acompañó durante dos horas por la peligrosa carretera del Andén Verde, aferradas al asiento y sufriendo los mareos que no cesaban. Era la primera vez que mi hermana y yo visitábamos La Aldea en aquellos años de principios de los sesenta del pasado siglo. 
 
El coche paró en el Cruce, cerca de la casa de nuestra tía Elvira, que nos esperaba con una gran sonrisa, un pañuelo blanco en la cabeza y el revoloteo de su falda por el incesante viento. Allí nos bajamos junto con varias personas más que venían de la Capital con el cansancio reflejado en sus caras pero aliviadas de llegar a sus hogares. El chófer, después de repartir paquetes y cartas a algunas mujeres que esperaban, arrancó el destartalado vehículo rumbo al pueblo, provocando una polvareda que el viento se encargó de repartir por las tuneras del camino. 
 
Eran las fiestas de San Nicolás y esa misma tarde estaba invitada en la casa de mi amiga Estrellita a un guateque que llamaban el baile del escobón. Se celebraba en el patio, bajo la parra que mostraba tentadores racimos de uvas negras. Varias parejas de jóvenes bailaban con la música de un pick-up, y, entre ellos, un chico poco agraciado deambulaba ansioso, procurando endosar la escoba que arrastraba. En la cocina que daba al patio, la madre de mi amiga tenía dispuesta la merienda: chocolate, galletas refrescos y una gran fuente de tunos blancos y amarillos; su abuela, una anciana muy alegre sentada en un rincón, daba palmadas sin ton ni son.
 
 Bailé con un chico, guapito él, que se negó a coger aquel humilde artilugio cuando se lo ofrecieron para el cambio de pareja. Sin estar enterada del juego fui yo quien lo cogió y lo puse en las manos de mi amiga, quedándome con su pareja. El joven me miró asombrado y halagado pues aquel ritual era cosa de chicos. Recuerdo las canciones del Dúo Dinámico, Los Brincos y muchas, muchas rancheras que el chico poco agraciado de la escoba ponía una y otra vez. 
 
Al día siguiente fuimos al barranco donde se extendían las numerosas fincas de tomateros y desde donde emergían los molinos. Allí mi tío Pedro nos explicó cómo funcionaba la extracción de agua. Me asombré de la profundidad de los pozos, probando el agua salobre y limpia que a chorros iba a una alberca, donde mis primos ya se estaban bañando en calzoncillos. 
 
Estuvimos en la aldea apenas el fin de semana de las fiestas, pero no olvidaré la noche de la verbena en la plaza, a la que nos llevó nuestra tía junto con mis primas mayores. Era todo banderillas enloquecidas por el viento, chiquillos chupando caña de azúcar, turroneras, aromas de pejines, de ron, de pasodobles y, cómo no, de rancheras.
 
Apenas tenía 15 años y nunca había ido a ninguna verbena. Me halagaba verme tan solicitada por aquellos chicos morenos que lucían bigote de charros y se pirraban por las forasteras. Aún recuerdo el pellizco de mi tía en mi brazo, cuando algún osado se me acercaba, motivada por el excesivo celo de carabina que ostentaba por delegación de mi madre. Frustrada, no me pude mover de la silla en toda la noche si no era para bailar con mi desabrido primo adolescente. 
 
Regresamos a casa al día siguiente de la verbena en el mismo coche de hora que nos trajo, abarrotado de gente con cajas de tunos, de tomates, de cacareantes gallinas y también de un lindo baifito llorón. Íbamos contentas, sin el terror y los mareos que sufrimos a la ida, cantando rancheras a todo pulmón, coreadas por los demás pasajeros, las gallinas, el baifito y el claxon escandaloso que hacía sonar el chófer para animar. Parecía más una excursión que un peligroso viaje por aquellas carreteras de antaño.
 
Texto: Juana Moreno Molina
Ilustración: Antonio Juan Valencia Moreno
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