¡Qué tuno más raro!

Quico Espino

Foto: Waldo Oliva FloresFoto: Waldo Oliva Flores

 
Eso fue lo que le dije a mi padre, añadiendo: “parece un pato”,  cuando vi la guanábana que su tío Juan, un solterón que le sacaba varios años, había colocado sobre una pileta blanca que tenía en su destartalada huerta. 
 
-No es un tuno, meleguín. Es otra fruta, que no sé ni cómo se llama, que él trajo de Cuba cuando estuvo pallá –aclaró mi padre, el cual me había hecho levantar a las seis y media de la mañana para ir a coger tunos a la finca del tío, en el Llano de la Cruz. 
 
-¡Venga, arriba, mi hijo! Que los tunos hay que cogerlos con la fresca para que las espinas no estén tiesas.
 
Yo, que contaba siete años, acaté el mandato de mi padre, y aún no había aclarado el día cuando nos encontramos en la finca de mi retío, que ahora se dice tío abuelo, que nos dio una larga charla sobre la guanábana y sus propiedades, mientras nosotros barríamos las espinas de los tunos extendidos por el suelo. Según él era la causante de su inmejorable salud y de la energía que irradiaba, pues, aparte de tener muchas calorías, era altamente rica en fibra, potasio, vitamina C, fósforo, hierro y calcio. Además, añadió, prevenía la osteoporosis y disminuía la tensión arterial.
 
A mí, todavía medio dormido, me sonó a chino lo que dijo y me negué a probarla cuando él partió la fruta para que nos la comiéramos. Me dio una naranja cuando vio mi cara regañada ante la pinta de aquella pulpa blanca, que despedía un olor raro, con huesos negros y lisos.  
 
De regreso a casa, aún faltaba un rato para las ocho, mi padre me contó que a su tío lo llamaban Juanico el cubano. Había emigrado para Cuba a los veinticinco años, en 1935, y había tenido la suerte de tropezar con gente que lo ayudaron a asentarse en el país, en la región de Matanzas, donde, como otros muchos, se dedicó al cultivo del tabaco. Regresó en 1956, con algunos ahorros, huyendo de la invasión guerrillera de Fidel Castro, el cual derrocaría la dictadura de Fulgencio Batista tres años después.
 
Las palabras de mi padre fueron interrumpidas por el bullicio de la jurria de mujeres que, mientras nosotros subíamos, mi padre cargando medio saco de tunos bien barridos, bajaban por la calle principal hacia los almacenes de empaquetado de tomates, donde pegaban a las ocho de la mañana. Solían ir del bracillo, hablando de esto o de lo otro, y muchas guardaban luto.
 
Delante del callejón de mi casa, mi padre se puso a pelar tunos para dárselos a algunas mujeres de la familia, que trabajaban en uno de los almacenes, y yo, a las carreras, entré en mi casa, me eché una ralera de leche con gofio que mi madre me tenía preparada y salí disparado para la escuela, donde el maestro me jaló la oreja por llegar tarde. 
 
Esa mañana estuve pensando en mi retío. Me agradó que me diera una naranja cuando vio que no me gustaba la guanábana y, como mi madre tenía cabras y cochinas en el mismo barrio, el Llano de la Cruz, iba a visitarlo cada vez que le llevaba la comida a los animales. De hecho se creó entre nosotros una buena relación, pues yo le cogí el gusto a ir a estudiar en su huerta, bajo la higuera o el guanábano, que hacía bastante sombra, y él siempre me relataba historias que había vivido durante su estancia en Cuba.
 
Ya contaba yo quince años, una tarde que estudiaba Literatura, el Siglo de Oro español: Cervantes, Garcilaso, Góngora, Lope de Vega, Quevedo… y me estaba aprendiendo el poema de “La vida es sueño”, de Calderón de la Barca, porque tenía que recitarlo en clase, cuando mi retío, que me escuchaba con atención, me dijo que le parecía precioso y que no le importaba sostener el libro, en tanto que leía el poema, para que yo declamara hasta que me lo aprendiera. Luego, casi avergonzado, me confesó que no había leído sino novelas de Marcial Lafuente Estefanía y de Silver Kane, y que, aparte de muchos puntos cubanos, sólo se sabía una estrofa de cuatro versos de una poeta habanera, Dulce María Loynaz, que se la enseñó una novia que se había echado en Matanzas. Y la recitó:
 
El beso que no te di
se me ha vuelto estrella dentro…
¡Quién lo pudiera tornar
-y en tu boca- otra vez beso!
 
Me aclaró también que aquella misma novia le había hablado de otros escritores cubanos como José Martí, Alejo Carpentier o Lezama Lima, y que le prestó libros que nunca leyó. Me impresionó su sinceridad y me gustó tanto oírlo recitar que aquel día me comí un cacho de la guanábana que partió y, aunque me desagradó, le dije que estaba muy rica. No obstante él se dio cuenta de que no me había gustado y me dio una naranja, en tanto que me dirigía una cariñosa sonrisa y me pellizcaba suavemente la mejilla.
 
Texto: Quico Espino
Fotografía: Waldo Oliva Flores.
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