Lejos del Mar de Rosas

El poeta escribe sobre temas variopintos; pero la auténtica joya, que atraviesa el cuerpo y lo cruza para alcanzar el alma, siempre queda lejos del mar de rosas.

 

Cruzar un océano no implica contar solamente a nuestros allegados y a todo aquel desconocido en la taberna que uno quería llegar del punto de partida A al destino B, quedándose en lo banal. Lo que importa es el viaje, el transcurso por el que el barco se ha mecido con cada ola, el registro en el Cuaderno de Bitácora de cada día: el cómo ha sido, cuántas tormentas ha durado un barril de ron, cuándo pasar por la tabla dejó de ser un

método de castigo para convertirse en deporte de salto…

 

Todo ello es sobre lo que el buen poeta escribe, lejos del mar de rosas, de la comodidad que supone una sonrisa y la ilusión de la felicidad, para centrarse en el arduo camino que supone cruzar los valles de lágrimas, las heridas que han hecho arraigo en la piel y ahora no son más que una mella para el corazón. De lo bonito y lo bello se habla muy bien en la distancia. Nunca en la cercanía.

 

La noche más larga no es más que el lienzo donde uno debe ser capaz de escribir las estrellas, los planetas, galaxias y agujeros negros capaces de darle su matiz a la negrura, aprendiendo que las rosas no son las que te enseñan a vivir: son sus espinas.

 

Y posterior a la herida, llega la cicatriz. Pero ni siquiera ahí termina la tristeza, pues si bien parece inerte, le acompaña la nostalgia. El postre del poeta.

 

Es diabólico comprobar con esto que se huya del relámpago triste, que se domestique al ser humano a que lo común es la fiabilidad de la alegría cuando la vida se encarga de demostrarnos todo lo contrario.

 

Que el camino no es más ni menos un sendero de baches con ligeros momentos atravesando llanuras, con alguna roca donde sentarse a parar, ver lo surcado, y reflexionar.