Treintaitrés

Javier Estévez

[Img #6052]Esto que ahora escribo, lo vi por primera vez la semana pasada, pero se grabó y emitió hace unos cinco años. La escena la componen sólo dos personas: el visitante y el relojero. La conversación sucede en el taller de una relojería (el ecosistema del tiempo), entre estanterías repletas de relojes, péndulos, herramientas, piezas sueltas y engranajes (las entrañas del tiempo). El visitante tiene unos treinta y tantos años (sospecho que treintaitrés), viste de negro, y muestra ínfulas de mesías con barba rala y el pelo negro que, lacio, cae sobre sus hombros. El relojero, con su bata blanca y su abundante pelo canoso, tiene, en cambio, aires de científico. Frisa los setenta y habla con apacible serenidad mientras se coloca, una y otra vez, con ademanes casi imperceptibles, sus gafas de aspecto sofisticado y atemporal.

 

Ambos están sentados. El relojero en su mesa de trabajo. El visitante, a un lado de esta. El encuentro estaba programado, deduzco, porque el relojero celebra (obviamente), la puntual llegada del visitante. Comienza la conversación. El relojero pregunta al visitante a qué viene esa obsesión con el tiempo. El visitante no responde. Pero tampoco calla. Quiere saber quién determina el tiempo. Y se cuestiona si es el azar, Dios, o nosotros mismos. Antes de que el relojero responda, formula sus dudas más trascendentales: ¿acaso tenemos libertad plena en nuestros actos o todo se reconstruye siguiendo un ciclo recurrente y perpetuo?

 

El eterno retorno de Nietzsche, reflexiona el relojero en voz alta. Un universo que se expande y luego se vuelve a colapsar. Los bucles temporales. Es solo una teoría o, tal vez, el quid de la cuestión, dice tras un breve silencio que revela la compulsiva sincronía de los tic-tac (el paso del tiempo). Pero el treintaitrés, continúa, podría ser el intervalo de tiempo más repetido en el principio de causalidad, en la relación causa-efecto. Me refiero, explica hundiendo su mirada en los ojos del visitante, al ciclo lunisolar, en el que todo se repite cada treintaitrés años. Cada treintaitrés años, sostiene, la órbita de la luna se sincroniza con la del sol. Esto es desde una perspectiva cósmica. Pero el número treintaitrés es más que eso, insiste. Está en todas partes. Jesucristo obró treintaitrés milagros. Hay treintaitrés letanías de los santos ángeles. Treintaitrés son los cantos en el purgatorio de Dante. Y otros treintaitrés en el paraíso. También es la edad en la que el Anticristo comenzó su reinado, añade el visitante.

 

Y treintaitrés, me sorprendo al oirme decir a viva voz, son los años que han transcurrido desde la muerte de mi madre, agujero negro que se abrió en mi universo interior y que cambió para siempre mi percepción del espacio y del tiempo. ¿Casualidad?, me pregunto.

 

Javier Estévez

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