Prefiero decirlo en inglés, my English teachers, porque en dicho idioma no hay género gramatical y abarco igualmente a la niña, Catherine, de cuatro años, y a sus hermanos Anthony y Simon, de seis y ocho respectivamente, quienes fueron mis verdaderos profesores en el aprendizaje de la lengua shakesperiana.
Eran listos como ellos solos. Niños prodigio los tres. La pequeña, que era mi caracolito fofo (my Little fluffy snail), hablaba un inglés casi perfecto. Dudaba a veces ante los conceptos nuevos, las palabras que iba aprendiendo, las cuales, sin embargo, usaba de manera precisa y con buena pronunciación. Cumplió cuatro años a poco de alojarme en su casa y desde un principio me encantó jugar con ella. Le regalé un caracol pequeñito y esponjoso y, al verlo, gritó: what a beautiful little fluffy snail!
Yo era su burrito canario (little Canarian donkey), pues le encantaba subirse a mi espalda para hacerme trotar entre rebuznos. Conmigo aprendió el arte de deletrear, mientras su madre, Doreen, le enseñaba el alfabeto. Era un lince. Comprendía y le gustaban ambas enseñanzas, relacionándolas con acierto, y dos meses después ya deletreaba con bastante soltura.
-¿Cómo se deletrea esa palabra? –preguntaba yo, siempre con libreta y bolígrafo a mano, cada vez que no captaba bien el sonido de los vocablos que ella usaba, y me respondía despacio, con tiento, imaginando las letras que deletreaba. Mientras, proveniente de una de las habitaciones, se escuchaba una música de piano. Era Anthony, el segundo de los varones, el cual hablaba de nocturnos, preludios, adagios, Mozart, Chopin, bemoles, etc. También disfrutaba, como niño que era, jugando con su hermana y conmigo hasta que su madre le indicaba que el piano le estaba esperando.
En la habitación de enfrente, dejando la puerta entornada para escuchar la música que salía de la otra estancia, Simon, el primogénito, estaba leyendo Animal farm (Rebelión en la granja), la novela de George Orwell que yo ya había leído hacía tiempo en español. Él me la contaba con pelos y señales según la leía, (las palabras pezuña y ubre las aprendí entonces) y yo decidí que sería la primera lectura para el curso de Literatura que estaba haciendo en la Universidad de Manchester.
Corría el año 1977. Nunca había pasado tanto frío en toda mi vida. La temperatura llegó a estar a cinco grados bajo cero durante el invierno y yo, como el resto de la población, iba cubierto hasta las cejas, gorro, bufanda, guantes, abrigo…, mirando sólo para el suelo y siempre titiritando. Ver las casas y los árboles nevados, como si se tratara de una estampa de ensueño, me pareció una gozada, pero después de caerme en la nieve varias veces empecé a cambiar de opinión.
Trabajaba cuatro días a la semana como profesor asistente de lengua española en uno de los institutos de la ciudad mancuniana, gracias a una beca que me concedieron al acabar la carrera de Filología inglesa, y mi labor consistía en ser ayudante de los tres profesores de español que había en el Centro. Uno de ellos era el jefe del departamento y presumía de hablar el español mejor que yo, por el hecho de que no me oía pronunciar las eses finales ni las ces o las zetas.
Harto ya de sus pretensiones, un poco en plan venganza, un día le dije: “me jinqué un lebrillo de tunos y me tupí”, y no se enteró de nada. Puso tal cara de asombro que, travieso, pensé: ¡toma castaña!
-¡Eso no es español! Seguro que es dialecto canario –saltó él, que, aparte de flemático, era un engreído del copón. Alguna vez quiso darme nociones de inglés, cosa que habría aceptado de ser él de otra calaña, pero ya contaba yo, fuera del instituto, con mis profesores domésticos, que, pasados tres meses, abarcaba a toda la familia, incluidos los padres, Peter y Doreen. Me resultaba curioso que todos deletreaban de carrerilla, cada vez que yo les instaba a ello.
La casa de mis caseros estaba en Stockport, una localidad a diez minutos de Manchester, en cuyo mercado vi una escena que me habría gustado fotografiar pero no tenía cámara. Curiosamente, cosa de telepatía, alguien tuvo la misma idea que yo y le sacó una foto que he encontrado en Google, fechada en 1977, y que me hizo evocar aquellos tiempos.
![[Img #20229]](https://infonortedigital.com/upload/images/08_2024/1269_quico02.jpeg)
Sentí mucho que se acabara el curso 1977-78, aunque tenía montón de ganas del calor de mi gente, de mi tierra, de mis playas, y despedirme de aquella estupenda familia inglesa, para la cual hice, con aceite de oliva, varias tortillas de papas, con cebolla y perejil. Me habría gustado hacer fotos de las caras que pusieron los padres, entrando en la cocina para oler el aceite, pues ellos acostumbraban a freírlo todo con margarina.
Dos años después recibí esta foto:
![[Img #20227]](https://infonortedigital.com/upload/images/08_2024/2876_quioco03.jpeg)
La familia había crecido. El nuevo miembro se llamaba George y, según Doreen, se parecía mucho a Catherine, mi caracolito fofo, a la cual, años más tarde, mandé un regalo cuando se casó, recordándole que yo era su burrito canario y asegurándole que nunca me olvidaría de aquel tiempo que pasamos juntos. Sobre todo cuando jugábamos los tres con la nieve.
Texto: Quico Espino.
Fotos: Doreen Curley - Google
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