Microrrelatos. La cueva del fraile

Él se quedó en el poblado con ánimo evangelizador, con poco éxito, por lo que al cabo de un tiempo desistió.

Juana Moreno Molina Lunes, 05 de Agosto de 2024 Tiempo de lectura:
 Ilustración: Antonio Juan Valencia Moreno Ilustración: Antonio Juan Valencia Moreno

Un día me sorprendió encontrar, por el sendero que desde la Corte llega a la costa, a un anciano fraile franciscano que cambió los hábitos por el tamarco, y que se dedicaba a cultivar un huerto cerca del barranco y de su cueva. Desde ese día comenzó nuestra gran amistad. Se llamaba Rodrigo y lucía una larga barba blanca, cubriéndose la cabeza con un gorro puntiagudo de piel de cabra. Apenas le quedaban dientes en su boca e iba siempre encorvado. Se apoyaba en un palo que ya relucía por el uso. De su tamarco pendía un crucifijo. 
 
El Faycan le consentía su estancia en el poblado, pero le prohibía que hablara de su religión; aun así, la mayoría de la población lo respetaba por su humildad y generosidad, ya que daba una parte de lo que cosechaba a quién lo necesitara y otra como tributo al Guanarteme, quedándose él apenas las migajas. A veces coincidíamos en los caminos y conversando lo acompañaba a su pequeña parcela, donde tenía plantado habas, arvejas, guisantes y hierbas olorosas, cuyas semillas se había traído del huerto del convento, allá en su tierra. 
 
Otras veces lo veía mariscando y capturando pequeños peces con una gueldera hecha de junco que él mismo confeccionó, siempre por el mismo sitio, cerca de una pequeña cueva azotada por las crecidas de mala mar que con el paso del tiempo se llamó Cueva del fraile
.
Este religioso, querido por todos, era mallorquín, pero hablaba castellano. Llegó hacía ya mucho tiempo, siendo un joven fraile, en un navío junto con soldados fuertemente armados y con cuatro hermanos de religión.
 
Mi anciano amigo me contaba que varias lanchas con soldados, donde iban él y otros franciscanos, arribaron por la caleta, siendo observados con recelo y curiosidad por los nativos. Él se quedó en el poblado con ánimo evangelizador, con poco éxito, por lo que al cabo de un tiempo desistió. Los demás religiosos siguieron tierra adentro. Los navegantes, sus compatriotas, después de adquirir algo de ganado a cambio de objetos de poco valor regresaron a su nave, frustrada su intención de llevarse cautivos, tanto les intimidaba el Guanarteme que había bajado de la Corte a Aguyaren y que al frente de sus guerreros observaba el trueque con cara de pocos amigos. La nave siguió su curso costeando la isla buscando la mejor oportunidad de invadir y rapiñar por otro sitio. 
 
De aquellos religiosos que siguieron tierra adentro nunca más se supo. No sé por qué me abstuve de mencionar al anciano la historia de los frailes que encontramos en nuestro arribo al sur de la isla. Quizá porque no estaba seguro de si aún vivirían o habrían partido a Sevilla, como habían prometido.
 
Este franciscano fue el eslabón que me unió a mi tierra. Siempre lo recordaré con cariño; me trataba como un hijo. Un día amaneció muerto en su huerto entre sus hierbas olorosas y me llamaron para que dispusiera de su cuerpo. Lo vestí con el ajado hábito de franciscano que guardaba celosamente en su cabaña y lo llevé a un lugar boscoso a las afueras del poblado donde le di sepultura. Marqué su tumba con una cruz y recé las oraciones que recordaba, sin ocultar mis sollozos a un grupo de mujeres algo apartadas que, con los niños prendidos a sus vestidos, me observaban con triste semblante.
 
Pasé mucho tiempo echando de menos la cruz que el anciano marcaba en mi frente en cada despedida.
 
Texto: Juana Moreno Molina
 Ilustración: Antonio Juan Valencia Moreno
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