Manuel de LeónHace mucho tiempo, en el pueblo de Tacayén, sus habitantes recordaban con nostalgia el bosque que durante muchos años cubrió la sabana.
El suelo permanecía seco, agrietado y triste. La tierra gritaba sedienta, implorando ser salvada del fuego.
Los niños en su inocencia y ganas de ayudar, se reunían en una colina, donde alguna vez existió mucho pasto verde, y ahí, vaciaban sus vejigas. Estaban convencidos que así calmarían la sed de la tierra agonizante.
Los ancianos miraban hacia las montañas áridas, esperanzados en que muy pronto los macilentos labradores, mineros y albañiles, con sus herramientas desgastadas y oxidadas de tanto excavar, hallaran por fin una pequeña reserva de agua, no importa que estuviera contaminada por los desechos químicos que navegaron por años.
Tacayén fue un pueblo próspero y verde. La tierra era fértil, generosa y llena de vida. Las semillas germinaban rápidamente y los animales se desplazaban por las anchas calles polvorientas; saciados, fuertes.
Resulta que todos los habitantes de Tacayén fueron muriendo. Caían al suelo como rocas pesadas; secos, con las pieles chamuscadas y las bocas abiertas. Ninguno quedó vivo.
La tierra lloró desconsolada, pero el cielo con una sonrisa le susurró: «No llores. Por fin ya no queda ninguno».
Las nubes grises, gordas y gigantes, junto a los vientos fríos que revolotean con locura, iniciaron una revolución de explosiones, de estallidos de luces violentas, y las abundantes gotas de lluvia enloquecidas, bañaron a la tierra en verano.






























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