La mañana. Juan FERRERA GILEl estar acostumbrado a levantarse temprano tiene su aquel.
No es que sea imprescindible, y menos en la jubilación, por ejemplo, pero los años no solo pasan, sino que pesan y es muy difícil dar entrada a interpretaciones nuevas. Y no es que intentemos atrapar el tiempo, cosa imposible, claro, sino que sentimos que vivir el día desde el principio es un aval de esplendor, de mirada detenida y de avance un tanto peculiar. Que nadie piense que lo contrario es peor; no es eso. Sin embargo, el hecho de madrugar y detenerse para el desayuno tranquilo y posterior lectura es una garantía, así lo queremos creer, en la que poder mantener el espíritu a cierta altura; aunque, a veces, la hartura provocada por las noticias diarias resultan un tanto perniciosas: se convierten en algo así como una letanía bisbiseada, al modo de las antiguas beatas que pasaban las tardes en las iglesias, donde empleaban la mayor parte de su tiempo en miradas e interpretaciones totalmente erróneas de la realidad más inmediata.
Por eso leo todas las mañanas, después de apagar la enrevesada y publicitaria radio que rige un lado de la mesa de la cocina, para que me haga sentir los pies en el suelo y para saber que la lectura silenciosa, donde los ojos recorren vertiginosos las páginas del penúltimo libro, no se ha perdido por el camino del agobio más impreciso. Es una especie de acicate que nos hace mirar de otra manera. Y, además, dejamos entrar la mañana que, en los días más luminosos y soleados, invita a caminar y a dar un paseo por los alrededores. Por eso no entiendo esa pérdida por la que algunas personas dicen apostar. Pero ya se sabe: cada uno es cada uno, y todos tenemos nuestras razones y explicaciones para que la cosa siga así: tiene que haber de todo.
Y en esa mirada todos vamos cumpliendo con el ritual de levantarse y salir a la calle: el resto de la mañana hará su papel, que nunca mudará en su costumbre. Somos nosotros los que nos empeñamos en ver los días de otra manera: debe ser cosa del espíritu humano, que no cesa. Y, desde dicho espíritu, el deseo de encontrar una serena explicación a la existencia que, salpicada de ligeras nubes, brilla siempre en el azul del cielo. Entonces todo vuelve a la infancia, a la mirada del recuerdo sin nostalgia: lo que importa es el ahora. Y hoy es lo que somos y vivimos. El hecho de mirar hacia atrás es para no olvidar que el presente es lo que hay. Y no hay más. Si nos dejamos invadir por la nostalgia, que en pequeñas dosis resulta sana, caeremos en una senda que se convierte en vereda estrecha de la que nos costará salir: sentirse atrapado es una desgracia auténtica. Sin embargo, cada cual actúa según sus propósitos: ya lo dijimos antes. Y sobre eso, la verdad, no hay nada escrito.
Así que admirar un paisaje, urbano o rural, salir de viaje, en el que poder superar el duro terreno isleño, o poder escuchar otros acentos, no solo resulta muy sano, sino que debemos aprovechar el camino que se nos pone delante: recorrerlo sin mirar atrás. Y, aunque nos hayamos equivocado, mantener la cabeza bien alta no solo para repetirlo, sino más bien para superarlo y poder abandonar los miedos que nos inmovilizan.
Bienvenida sea la mañana de cualquier día: en ella podremos caminar y mirar con cierto descaro que una jornada más tiene su aquel. Y al que no le guste, que emplee el tiempo en otra cosa: lo bueno es que en ocasiones se puede estirar y así poder soltar nuestras pasiones más acostumbradas y cotidianas. Y normales.
Juan FERRERA GIL
































Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.120