Juntos, mi amiga Amada y yo, representamos, como marido y mujer, El médico a palos, de Molière, en el instituto de Agüimes, mientras hacíamos el primer COU que hubo en Canarias, curso 1971-72, dirigidos por el profesor de latín, Jesús Ortega, y con decorados de otro profesor, llamado Paco Calvo.
Recuerdo, como anécdota, que el director del Centro era entonces un tan Manuel Polín y Galán, un peninsular engreído y prepotente, un godo en toda regla, el cual, cuando pasaba lista por los altavoces, chicos en una fila y chicas en otra, decía que lo podíamos llamar de tres maneras: señor director, don Manuel o señor Polín.
Además de Amada, actuaron mis amigos Vicente, Armando, Pancho y Rafael, de Ingenio todos, más dos chicas de Telde llamadas Loly e Inmaculada. La primera representación fue en el Salón de Actos del Instituto, la segunda en el Casino de mi pueblo, y la tercera en el Teatro Municipal de Gáldar, a finales de mayo de 1972, poco antes de macharnos de viaje de fin de curso a la península: Madrid, Extremadura y Andalucía. La foto que encabeza este artículo, donde aparecemos mi amiga y yo, está sacada en Sevilla, creo que al lado de La Giralda.
El título de este relato viene a cuento por el hecho de que la esposa del médico a palos, vengándose porque él le había dado una buena paliza, le dijo a dos sirvientes de un terrateniente, que buscaban a un galeno para curar a la hija de su patrón, que su marido, un simple leñador, era médico. También les advirtió que él lo negaría, por lo cual tendrían que darle palos hasta que lo reconociera. De ahí el título de la obra. Y aunque los palos eran de cartón enrollados y amarrados con hilo acarreto, dolían lo suyo, sobre todo porque mis amigos me daban con ganas, los muy cabrones, aduciendo que tenían que parecer creíbles.
La obra resultó una maravilla, a pesar de los palos. Hacer teatro es una de las actividades más interesantes con las que he lidiado. Meterse en un personaje durante el tiempo que dure la acción es como olvidarse de uno mismo y ser otro. Otro que no tiene nada que ver con uno, con el cual te mimetizas, por el cual te desdoblas y llegas a sentir lo que siente y pensar lo que piensa. No es como sentirse identificado con quien protagoniza una novela, ya que entra por medio el lenguaje. Uno se expresa con palabras que no son propias, se caracteriza con el personaje que interpreta, y trata de conseguir que quienes miran, las personas que presencian la escenificación, sientan que el actor es ese otro al que representa.
Fueron realmente emocionantes, e inolvidables, las representaciones de El médico a palos, sobre todo la que hicimos en el Casino de Ingenio, pues la audiencia se componía de familiares y amigos que nos jaleaban en todo momento y que nos hicieron sentir cómodos en el escenario. Mi amigo Vicente, por ejemplo, que hacía de padre rico empeñado en casar a su hija con un hombre de su misma clase social, se puso a improvisar, arrancando carcajadas al respetable, en especial cuando yo, como apaleado médico, dije que el corazón está en el lado derecho del pecho.
Ese momento fue el que aprovechó el señor latifundista para desbarrar. Dijo barbaridades como que el hígado está en la cabeza, el intestino en el esófago, y se las ingenió (no en vano el actor era de Ingenio) para improvisar diversos desatinos que hicieron que la audiencia no parara de reír. Muchas mujeres, entre ellas mi madre, tuvieron que salir al trote hacia el baño.
El final fue feliz, ya que la esposa vengativa y el médico apaleado se perdonan y abrazan; la hija del terrateniente se casa con quien ella quiere, con la bendición de su padre, y el resto de los personajes celebran que todo haya salido bien.
Hay dos moralejas en la obra: una es que las apariencias engañan. Otra, y más importante, es que no debemos usar la violencia para conseguir nuestros objetivos, algo que, desgraciadamente, mucha gente no cumple en este mundo que tenemos, el cual, creo, necesita un apagón y cuenta nueva.
Texto: Quico Espino
Foto del archivo familiar
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