¡Qué buena que está, qué rica!,
destilada, fresca, clara,
un agua que, gota a gota,
va de la pila a la talla.
Cargada de culantrillo
la pila, de piedra parda,
le da al líquido elemento
el frescor de la alborada.
La claridad de la luz
la da el sol de la mañana
y el regusto de la tierra
es de la talla bronceada,
a la cual el aire envuelve
y con su fragancia baña,
cediendo al agua su esencia
para que sea más liviana.
Matar la sed nos da vida.
Beber agua es cosa sana.
Fervientemente deseo
que nunca nos falte el agua.
Parece ser, según mi madre, que su hermano mayor escribió un poema parecido a éste, una especie de canto al agua, que clavó con tachuelas en un costado del tallero de madera que mi abuelo, que era un manitas, había confeccionado para regalárselo a mi abuela cuando se casaron.
Corría el año 1930. Mi madre contaba entonces catorce primaveras y le gustó tanto la poesía que, aparte de aprendérsela de memoria, la escribía de nuevo y la volvía a colocar en el mismo sitio cada vez que las letras se borraban con la lluvia, o cuando el viento despedazaba la hoja en la que estaba escrita.
Dieciséis años tenía cuando le preguntó a su madre si podía invitar al chico que la pretendía a tomar un jarro de agua del tallero. La respuesta, aunque se hizo esperar, fue un sí con ciertos reparos, y ella brincó de alegría. Trabajaba empaquetando tomate en el mismo almacén donde su aspirante a novio conducía un montacargas para subir las cajas llenas de fruta a los camiones, y, en un aparte, un tanto azorada, lo invitó al día siguiente a probar el agua destilada de la pila de su casa y, de paso, leer el poema que su hermano había escrito.
Por supuesto que él aceptó, y, al mediodía, cuando soltaron del trabajo, entraron en el callejón donde ella tenía su vivienda. Mi abuela les estaba esperando en la puerta y miró con seriedad al que más adelante sería su yerno, acompañando luego a la pareja hasta el patio donde se encontraba el tallero. Él se hallaba tan nervioso que, sin pensarlo, hizo una pregunta que cogió por sorpresa a la que se convertiría en su suegra:
-¿Nunca se ha cubierto de culantrillo todo el tallero?
Aparte de sorprenderla, a mi abuela le gustó la pregunta y la expresión de la cara del pretendiente de su hija.
-Pues sí, mi niño. Cuando nos casamos mi esposo y yo, en la primavera de 1902, nos prestaron una cueva en la playa de Agua Dulce, donde pasamos una semana. Y al volver, el tallero no se veía por culpa del culantrillo.
A mi madre le llegaba la sonrisa hasta las orejas. A partir de ese día, mi padre fue a diario a tomar un jarro de agua fresca del tallero que mi abuelo había hecho para su mujer.
Texto y poema: Quico Espino
Fotos: Carola Pérez García e Ignacio A. Roque Lugo
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