La foto es de 1930. Fue sacada en La Atalaya de Santa Brígida, un poblado alfarero de casas cueva, que formaba parte del recorrido turístico que partía de Las Palmas, pasaba por Telde, la Higuera Canaria, el Barranco de la Angostura, la citada Atalaya, el Pico de Bandama, el Monte Lentiscal y terminaba donde mismo había empezado. Un recorrido al que denominaron, no sé por qué, La vuelta al mundo.
En la imagen vemos a los turistas, mujeres, hombres y niños, la élite europea, de pie por el llamado Camino de la Picota. Van muy bien ataviados con ropas caras y contemplan el lugar y a su gente, los indígenas, como quien mira desde fuera, con indiferencia, una estampa que pertenece a otro mundo, un mundo pobre, cavernícola casi, que malvive de su trabajo de ceramista. Sin torno ni nada. Sus manos son su única herramienta.
A los habitantes de La Atalaya se les ve humildes. Parecen resignados a su suerte. Vestidos con ropas sencillas, algunas mujeres de luto, miran a los visitantes, situados en un plano más alto, como seres superiores a los que, a lo mejor, van a vender algunas de sus tallas. Aún no se han acostumbrado a verlos aparecer por allí. Por eso están expectantes, observando la escena con curiosidad.
Casi treinta años más tarde, a finales de la de la década de los cincuenta, los chiquillos de El Ejido, mi barrio en Ingenio, vestidos como Dios nos encaminaba, según decía mi madre (calzones remendados, zurcidos en las camisas, alpargatas que pasaban hambre –ya que tenían un agujero por delante y se asomaban los dedos gordos-), también le dábamos la vuelta al mundo.
Tenía más sentido en este caso porque para nosotros, con siete u ocho años, recorrer entera, en medio de andurriales, en las noches más oscuras de invierno, una cuadra de unos ciento cincuenta metros, pensando en el diablo, en la mano negra o en los chupa sangre, era darle la vuelta al mundo, una proeza que celebrábamos con aplausos y brincos cuando cualquiera de nosotros la realizaba.
Teníamos que hacerlo de uno en uno y primero había que romper el único bombillo destartalado que había en la calle, a la pedrada limpia, para que la oscuridad fuera total, al acecho de que no nos viera ninguna persona mayor que nos pudiera reprender. A mí me pescó una vez un vecino, justo cuando estaba lanzando la piedra, y se lo dijo a mi madre, la cual me dio tal tunda de alpargatazos en el culo que no pude sentarme durante dos o tres días.
Pero mis amigos y yo seguimos dándole la vuelta al mundo y también corrimos detrás de la guagua de los suecos (aunque fueran de otros países) cuando estos empezaron a venir por Ingenio a visitar el taller de artesanía canaria que se inauguró por esas fechas en una de las calles principales del pueblo.
Cuando vi la fotografía que encabeza este artículo pensé que había una cierta analogía entre esa estampa y la imborrable imagen que guardo de mi infancia, pues los habitantes de la Atalaya de Santa Brígida y nosotros, los chiquillos que fuimos, teníamos en común el hecho de que veíamos a los turistas de entonces, tan elegantes y distinguidos, como seres inalcanzables a los que envidiábamos y a los que nos queríamos parecer.
Mis amigos de entonces y yo, que, por suerte, quedamos casi todos, lo hemos hablado algunas veces, pues, en aquellos momentos en que éramos niños, no nos podíamos ni imaginar las vueltas que nuestro mundo daría.
Texto: Quico Espino
Imagen: Fotoscanariasantigua
Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.60