
Quiso la casualidad que hoy, 8 de junio, jornada de reflexión de las elecciones al Parlamento Europeo, se cumplan 75 años de la publicación de «1984» de George Orwell. Quiso también la casualidad (o el destino, u oscuros poderes fácticos como el foro de Davos o los gigantes tecnológicos de Silicon Valley, elijan ustedes) que en estos días esté a punto de terminar «El Ministerio de la Verdad», un ensayo/biografía extensamente referenciado (son cientos y cientos de citas y notas al pie) sobre Orwell y su obra maestra, así como un repaso del contexto histórico previo y posterior a la publicación de la novela, obras distópicas coetáneas, autores que influyeron en Orwell, etc. Una joyita de libro, vamos.
Puede que aun no habiendo leído «1984» a más de uno le suenen conceptos como el Gran Hermano (o Hermano Mayor, según la traducción), 2+2=5, la neolengua, el doblepensar, las telepantallas, el crimental, la habitación 101, el Ministerio del Amor o el eslogan «La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza», porque estamos hablando de, con toda seguridad, una de las mejores y más importantes novelas del siglo XX (y cuya influencia se extiende también al siglo XXI: las ventas del libro tras la toma de posesión de Donald Trump en 2017 se dispararon un 10.000%). De hecho, el propio término «orwelliano» hace alusión directa a un futuro (o presente) autoritario, desesperanzado, policial e inhumano.
Distópico.
Si nada de esto les suena, dejen de leer aquí. Vayan a una biblioteca o a una librería, pillen el libro y léanlo. No se conformen con los memes que se publican cada tanto, algunos de ellos sacados de contexto o totalmente inventados (puede que solo «El principito» tenga el dudoso honor de haber sido más «manoseado» a base de citas —empalagosas, en su caso— que la novela de Orwell). «1984» es uno de esos libros que hay que leer y sufrir-disfrutar.
Yo lo hice a principios de 2003, en 3 días en los que leí 130, 110 y 80 páginas respectivamente. Aparqué los apuntes de la carrera y durante esos días solo leí, con asombro, compulsivamente, y cuando me detuve solo lo hice porque necesitaba un respiro. Un respiro no solo físico, sino también mental, porque seguir a Winston en su intento por comprender y luchar contra el estado totalitario de Oceanía me resultaba extenuante; también, por qué negarlo, porque no quería terminarlo de una sentada, quería alargar la experiencia, y descansar era una manera (tramposa) de lograrlo.
En 2018 volví a leerlo, y en esos 15 años que mediaron entre una lectura y otra lo abrí innumerables veces para releer fragmentos concretos, como la «charla» entre Winston y O’Brien que ocupa toda la tercera parte, el apéndice sobre la neolengua, o el recuerdo de Winston en el que le roba un trozo de chocolate a su hermana pequeña. En la relectura me sorprendieron partes que no recordaba que lo hubiesen hecho la primera vez, como la escena en la que Winston y Julia, en un acto del partido, se rozan ligeramente las manos; y volvió a conmoverme la prosa de Orwell, que, en su sencillez y efectividad, en sus descripciones sin florituras, en sus reflexiones certeras, me tocaron como pocas veces otros libros lo han hecho. Ha sido de las pocas novelas que he cerrado con los ojos empañados y el corazón y el estómago encogidos. Es un libro duro, pero también maravilloso.
Podría alargar este texto no sé ni cuánto y hablarles también de un recomendadísimo Trabajo Final de Máster (al cual no sé cómo llegué) en el que se desgranan los rocambolescos cambios y recortes que sufrió el texto por parte de la censura franquista1; o de los esfuerzos del propio Orwell por aclarar que, aunque Oceanía se inspiraba en la dictadura comunista de Stalin, consideraba el socialismo democrático como la vía para conseguir, si no un mundo perfecto, si un mundo mejor, y que el libro era una advertencia contra cualquier régimen totalitario, incluido el nazismo (por supuesto) y el capitalismo sin control que propugnaba una derecha que esgrimía el libro como si le perteneciera, cuando precisamente Orwell había expresado que: «En Estados Unidos los términos “americanismo” y “americanismo al cien por cien” —una expresión que se remonta a la primera histeria anticomunista en 1919— se consideran apropiados y el adjetivo que lo acompaña puede ser todo lo totalitario que uno quiera».
Tanto «1984» como «El Ministerio de la Verdad» están plagados de frases memorables ya no solo de Orwell, sino de otros escritores como H.G. Wells o Aldous Huxley, o filósofas como Hannaa Arendt: «En un mundo siempre cambiante e incomprensible, las masas llegaron a un punto en el que, al mismo tiempo, creían en todo y no creían en nada. Pensaban que todo era posible y que nada era cierto. […] La propaganda de masas descubrió que su audiencia estaba dispuesta al mismo tiempo a creer lo peor, por absurdo que fuera, y que no se resistía especialmente a ser engañada, puesto que, por otra parte, sostenía que cualquier declaración era mentira».
Que ciertos ciclos históricos parecen repetirse no es ni mucho menos una idea nueva. Al leer a todo lo anterior, al leer con detenimiento a Orwell, uno se da cuenta de que muchas de las cosas por las que ahora nos llevamos las manos a la cabeza ya generaban las mismas reacciones en los años 20, 30 y 40 del siglo pasado. El nacionalismo fanático y patriotero, el odio al diferente, la exaltación de la violencia, el individualismo más insolidario, las noticias falsas o la falta absoluta de respeto por el adversario. Aquí otro ejemplo, en boca de Orwell: «[…] nadie busca la verdad, todo el mundo expone sus “hechos” con una falta absoluta de consideración absoluta por imparcialidad y la precisión, y los hechos más evidentes pueden ser ignorados por aquellos que no quieren verlos. […] Admitir que un oponente puede ser honesto e inteligente se percibe como algo intolerable».
Hay decenas de ejemplos más, pero no los citaré para no alargarme más (si has llegado hasta aquí, enhorabuena y gracias). Bueno, sí, el último, en clave optimista y socarrona: tras la Segunda Guerra Mundial, Orwell paseaba junto a su amigo poeta Paul Potts por las calles de Londres, cuando vieron un cartel en un escaparate que decía: «Habitaciones de alquiler. Todas las nacionalidades son bienvenidas». Orwell, que llevaba tiempo horrorizado por la hostilidad pública hacia los refugiados polacos y judíos, se volvió hacia Potts y le dijo: «Mira, ahí tienes un verdadero poema».
Quede lo anterior como demostración de que no somos tan especiales ni nuestra época es tan oscura (o luminosa) como nos quieren hacer ver, como nos empeñamos en verla. Las ideas llevan ahí más de un siglo, y las novelas nos han esbozado el futuro de hacia dónde conducen algunas de ellas. Reflexionemos al respecto.
Y leamos «1984».
Guillermo Quesada Barriuso
































Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.42