Salió de Cuesta Caraballo a lomos de su burro aún de noche. Silbaba su canción por las veredas rumbo a la Montaña de Guía, donde le esperaba el boyero con la yunta. Cuando apenas había despuntado el sol, ya estaba arando el cercado que le había dejado su padre por su próximo casamiento: buena tierra de papas y millo. Descansaba sólo de vez en cuando para empinar el porrón de agua fresca que tenía bajo la higuera. Ya estaba rendido cuando oyó el toque del Ángelus que pronto, con jubiloso repique, formó dúo con las campanadas de la iglesia de Santiago de Gáldar.
El joven enderezó su cuerpo y mandó parar la yugada: dos hermosas vacas de la tierra de color claro. Mirando hacia abajo, hacia el pueblo, su mirada se detuvo en la Iglesia de su patrona: la milagrosa Virgen de Guía, que salvó a su gente del hambre cuando acabó con la plaga de langosta, no faltando nunca su familia, llegada Las Marías, de acudir todos los años a la promesa que habían hecho.
De repente le invadió una cálida emoción al pensar que dentro de una semana estaría delante de la Virgen, cumpliendo, junto con su flamante esposa, otra promesa. Aquel pensamiento le hizo dar unos pasos de baile delante de las pacientes vacas que lo miraban indiferentes.
Sin perder su jubilosa sonrisa de enamorado, el joven se sentó bajo la higuera quitándose el cachorro de un negro desvaído, en el que los húmedos mechones rubios se pegaban a las sienes, y, secándose el terroso sudor de su cara, se dispuso a almorzar las viandas que su madre le había preparado la noche anterior.
Mientras comía aquel sabroso y contundente potaje mezclado con gofio y un buen trozo de queso de “conduto”, no quitaba ojo en un punto, allá por San Roque donde vivía su amada, y se la figuró afanada en el telar, culminando su dote, tan impaciente por la boda como él.
A medio yantar y cómo nadie podía oírlo, gritó al cielo: ¡¡al fin podemos casarnos!!
Los papeles de la Dispensa del Obispo habían tardado en llegar, pero al fin llegaron, autorizando el enlace de los jóvenes primos hermanos: Ricardo de 18 años y Manuela de 16: mis bisabuelos.
Texto: Juana Moreno Molina
Ilustración: Antonio Juan Valencia Moreno
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