La importancia de reconocer a nuestras personalidades

Josefa Molina

[Img #10531]Cuando escribo esta columna, voy sentada en el tren que me regresa a Madrid después de vivir cuatro días de ensueño en una ciudad de ensueño como es Salamanca. Durante estos días he podido disfrutar de un intenso Congreso de Novela y Cine Negro del que les hablaré próximamente en esta misma sección, pero también de varios recorridos por las calles y principales enclaves históricos y patrimoniales de la ciudad castellana.

 

Siempre he sido de la opinión de que el pueblo que cuida a sus personajes ilustres y los reconoce, crece como pueblo y se engrandece como tal.

 

Desde luego, Salamanca es un pueblo digno de sus escritores e intelectuales, es cierto, pero con algún que otro matiz que me gustaría exponer. Me explico: recorriendo las calles de esta bella ciudad descubrí diversas estatuas que me han presentado a poetas y autores para mí totalmente desconocidos hasta ese momento, como son el padre José Iglesias de la Casa, un poeta del neoclasicismo a quien se le tiene dedicado una plaza y una estatua a su nombre, y Remigio González Martín, más conocido como 'Adares', fallecido en 2001, cuya estatua está ubicada en la plaza del Corrillo. Parece ser que el poeta acudía todos los días hasta esta plaza cargado de sus libros de poesía para ponerlos a disposición del público lector. Me pregunto qué ayudas públicas para promocionar su obra habrá recibido Adares estando en vida. Me temo que, como suele pasar, pocas o ninguna.

 

Sin duda el personaje más ilustre y reconocido de la ciudad es el gran Miguel de Unamuno y Junco que, aunque nació en Bilbao, falleció en Salamanca, ciudad en la que residió hasta su muerte tras lograr la cátedra de Griego en la Universidad. A los 36 años fue designado por primera vez rector de la insigne institución, cargo que ostentó hasta en tres ocasiones, siendo el rector más joven en ocupar este puesto y el que más tiempo lo ocupó, nada menos que por veinte años. Por cierto, que la Universidad de Salamanca ha otorgado recientemente al ensayista, filósofo y escritor vasco el titulo de Doctor Honoris Causa, un título que recibe de forma póstuma cuando se conmemora los cien años de su destierro por Primero de Rivera en Fuerteventura, del que ya les hablé en esta misma columna.

 

Visitar la Casa-Museo de Unamuno es adentrarse en los pormenores de la figura e importancia de este filósofo de la Generación del 98, pero es también contar con la oportunidad única de ver y apreciar sus objetos más personales como sus gafas, su chapela, sus miles de libros, algunos traducidos por él mismo y escritos en los márgenes de las páginas; su escritorio o la pluma con la escribía. Unamuno y su familia fueron los únicos que vivieron en esta casa, hoy convertida en un espacio para honrar su nombre y legado intelectual.

 

Otra cosa muy diferente es visitar su tumba. La número 340 en el cementerio de Salamanca donde reposa junto a los restos de su hija Salomé, la primera descendiente hembra de los nueve hijos que tuvo con su esposa, Concepción Lizárraga, de la que se enamoró cuando ambos eran unos niños en Bilbao. Una mujer que siempre le acompañó y que tuvo que hacerse cargo de la familia y buscar una casa en alquiler en la calle Bordadores de la ciudad, tras se expulsada de la casa del rectorado donde vivían cuando el ensayista fue desterrado a Puerto del Rosario. No volvería a la casa del rector de la Universidad. Unamuno falleció en la casa de la calle Bordadores el 31 de diciembre de 1936.

 

Todavía hoy no se conoce con certeza cuál fue el motivo de su fallecimiento ni si este sucedió de forma natural o no, aunque existe la teoría de que fue asesinado por el bando falangista. Ya nunca se sabrá. Lo único cierto es que sus restos reposan en un nicho en cuya lápida de mármol, reza: 'Méteme Padre Eterno en tu pecho, misterioso hogar, dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar”. Junto a ella, descansan repartidos en otros dos nichos, los restos de su esposa Concepción así como de sus hijos y nietos.

 

Un desatino que las lápidas no se encuentren un poco mejor cuidadas. Tan solo unas flores secas acompañan la del intelectual vasco. Insisto: un desatino que Unamuno no se merece y Salamanca, tampoco.

 

Salamanca no se entiende sin Unamuno, ni Unamuno sin Salamanca. Ambos conforman una misma epidermis en una sociedad en la que el estudio y el espíritu crítico de la formación académica universitaria brinda a las personas. No en vano la ciudad, con apenas 143 000 habitantes, cuenta con una población de 30 000 estudiantes universitarios, siendo la ciudad con la Universidad más antigua de España. De ahí la importancia de cuidar del legado de la figura del escritor bilbaíno por parte de las instituciones municipales ya que la Casa-Museo, ubicada en el rectorado, del que además fue su único inquilino, la gestiona y cuida directamente la Universidad.

 

Por cierto que eran frecuentes las tertulias de Unamuno en el emblemático café literario Novalty donde, un siglo después, el escritor y profesor del Ferrol, miembro de la Real Academia de la Lengua, Gonzalo Torrente Ballester ha quedado inmortalizado en una estatua. Sin embargo, ni una mísera placa recuerda el lugar donde vivió en esta ciudad castellana el autor de “Filomeno a mi pesar", una vivienda situada en un piso de la calle Gran Vía número 6 del casco urbano de la ciudad.

 

También son destacables el reconocimiento que la ciudad brinda a personajes como al humanista Antonio de Nebrija y al poeta Fray Luis de León, procesado por la Inquisición quien, tras pasar cinco años en la cárcel, regresó a sus clases en la Universidad de Salamanca, pronunciando las famosas palabras: “Como decíamos ayer...". La estatua del ilustre profesor preside el patio de acceso a la Universidad, justo en el centro de la plaza donde se ubica su emblemática puerta de un hermoso estilo plateresco, frente a la cual cientos de turistas intentan cada día descubrir dónde se encuentra la famosa rana de la suerte.

 

Sin embargo, - y aquí viene mi matiz- eché en falta un reconocimiento más certero a la figura de Beatriz Galindo, mujer humanista, dama de compañía y maestra de la reina Isabel la Católica; una mujer intelectual que escribía poemas en latín y cuya presencia tan solo se encuentra reseñada con una desgastada placa en el frontis de la vivienda que ocupó en la calle Travina, muy cerca de la catedral vieja salamantina.

 

Incluso siendo una de las más destacadas mujeres educadas desde su infancia en las lenguas clásicas, latín y griego, a las que se instruyó con todo el saber del humanismo y cuya labor como profesora de latín, idioma que dominaba a la perfección desde los quince años de edad, la hizo famosa en vida, es evidente que su género condicionó el hecho de que no cuente ni con un medalla en la plaza mayor ni con una estatua en la ciudad universitaria aunque sí varios centros educativos llevan su nombre. Galindo fundó en Madrid, donde acudió como parte de la corte isabelina, el hospital de la Concepción de Nuestra Señora, más conocido como Hospital de la Latina, y dos conventos, todos ellos ubicados en el mítico barrio madrileño que lleva el nombre de La Latina, en reconocimiento a esta docta profesora de cinco reinas españolas.

 

Puedo entender que a la mujer no se le reconociera su labor y su papel como intelectual destacada en los siglos pasados, pero creo que la Salamanca del siglo XXI, tiene una deuda con "la Latina" que debe de saldar cuanto antes.

 

Una deuda que sí han sabido saldar con otra autora destacada de las letras españolas como fue Carmen Martín Gaite, cuyo legado ha sido restituido a la ciudad y a sus gentes depositándolo en el Centro Internacional del Español. Hace apenas unos meses el legado archivístico de Gaite quedaba bajo la custodia en este centro universitario, donde además se puede visitar una exposición de fotos y textos de la autora. El espacio está ubicado en la plaza de los Bandos, donde Gaite residió en una vivienda, ya desaparecida, durante su infancia y adolescencia. Un desatino que el ayuntamiento no haya pujado en su momento por hacerse con la propiedad del inmueble y haberlo destinado para albergar una casa-museo dedicada a la autora. Por cierto, que existe una casa-museo en el pueblo de El Boalo, en la sierra de Madrid, donde la autora vivió, escribió y falleció en julio de 2000. La vivienda es la sede de la Fundación Centro de Estudios de los Años Cincuenta puesta en marcha por la hermana de la escritora, Ana María, en julio de 2014, en reconocimiento a la obra de no solo de su hermana, sino de toda la generación literaria de la que formó parte.

 

Para terminar esta columna, y aunque sé que no fueron personas reales sino personajes literarios, bien vale traer a este espacio las referencias a dos de los personajes más entrañables de nuestra literatura. Me refiero al pícaro Lazarillo de Tormes, cuya estatua precede el acceso al emblemático puente romano que cruza el río Tormes y, cómo no, a la alcahueta más querida de las letras españolas, la vieja Celestina, cuya estatua preside el bello Jardín de Calixto y Melibea, un floreado y escondido espacio situado en el lateral de la catedral, donde las parejas disfrutan de la placidez del silencio y se entregan al cariño de los arrumacos, tal vez siguiendo los apremios de la querida y vieja alcahueta.

 

Con todo lo expuesto lo que quiero resaltar es la necesidad de poner en valor el legado cultural y literario de nuestras escritoras y nuestros escritores porque ellas y ellos son y han sido testigos de la historia de nuestro país, para bien o para mal.

 

En todo caso, como pueblo y como sociedad, les debemos como mínimo nuestro reconocimiento y consideración. Porque, como decía al inicio de esta columna, el pueblo que reconoce a los suyos, se engrandece como pueblo.

 

Josefa Molina

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