
Le gustaba a Serafín pararse a mirar al querubín dorado, tocando la flauta dulce, que tenía colgado en el patio, junto a la cocina. Era un descreído con respecto a la religión pero sí creía en los ángeles y le agradaba pensar que aquel querubín era el ángel de la guarda de su casa. Casi siempre lo saludaba atentamente y le preguntaba qué tal, qué música estás tocando hoy con tu flautín, y lo colocaba bien si lo notaba cambado.
Y en la noche, ya en la cama, donde otrora su madre le hacía rezar el ángel de la guarda, dulce compañía…, y mucho más tarde su esposa le recordaba que él tenía nombre de arcángel, Serafín pedía al cielo, al sol, al mar y a la tierra, sus creadores, a quienes identificaba con el ángel de la guarda, con su querubín, que lo cuidaran hasta su hora final, y que no lo desampararan nunca ni de noche ni de día.
Texto: Quico Espino
Foto: Ignacio A. Roque Lugo































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