
Tres culebras mapaná atravesaron el desierto sin sombreros y sin mochilas. Cargaban en sus espaldas de escamas gruesas, bultos llenos de sueños.
La arena caliente quemaba sus pechos descubiertos, y le rezaban a un crucifijo de oro colgado en el cuello.
Llegaron a un pueblo pequeño donde los pobladores vivían encerrados en casas de palma y bahareque. Un anciano centenario se asomó por una ventana. Tenía puestas gafas de lentes gruesos, y el marco estaba hecho de caña brava. Mientras fumaba un tabaco, observó al grupo de forasteras; la lengua le picaba, las palabras se alborotaron en el silencio, y no aguantó más; entonces se dirigió a una de las culebras, sosteniendo el tabaco en su boca, «Oiga, usted. ¿A que se debe la visita? A este pueblo no llegan forasteros y mucho menos culebras mapaná». Hubo silencio. La mujer del viejo cerró la ventana inmediatamente; le hizo el reclamo con un escándalo, «¡cómo se te ocurre hacer preguntas innecesarias a esa gente que viene de tierras bajas y peligrosas! ¡Estás buscando que te traguen vivo!»
Mientras las culebras recorrían el pueblo, encontraron una ceiba frondosa en el centro de la plaza principal. Allí los pájaros hacían sus nidos, cantaban bajo la sombra, y sus pichones practicaban el arte de volar, cayendo contra la tierra negra y humedad que sostenía al imponente árbol. Las culebras se quitaron los bultos, suspiraron en coro y se acurrucaron bajo la ceiba.
El día terminaba, la oscuridad tomaba su lugar, y las tres culebras cerraron los ojos.
Al amanecer se volvieron a preparar, cargaron nuevamente sus bultos. El sol no demoró en calentar el suelo. Las hormigas candelillas subían a los árboles pequeños de guayacán, y cazaban a las moscas desprevenidas; las devoraban sin pausa.
La culebra mayor recordó las indicaciones que su abuela le había dado antes de salir del territorio ancestral, «después que hayan acampado bajo la ceiba, no miren hacia los lados, no miren hacia atrás, aunque escuchen voces agonizantes; nada las puede distraer» Así hicieron, mientras caminaban escucharon gritos, dolores de parto, llantos de infantes, y pregones de chamanes anunciando el fin del mundo.
Pero la menor, que anhelaba ser madre, se dejó encantar por los llantos de los infantes, y al mirar hacia atrás, sus ojos se hundieron en las fosas, la cola se desprendió, y de su lengua nacieron granos inflados de sangre oscura. Gritó del dolor, hasta que… su voz desapareció.
Las hermanas detuvieron el paso, pero no voltearon la mirada. Lloraron en silencio, y entonces, siguieron el camino. Ellas sabían que ese era el destino de su hermana, por decidir mirar atrás a pesar de las advertencias.
Pasadas las horas, agotadas, con los lomos adoloridos, entraron a territorio deseado. Allí había un lago de agua cristalina, y a pocos metros, se hallaba el nacimiento de una cascada. Se despojaron de los bultos y se dieron un chapuzón. Nunca se habían bañado con agua cristalina; durante años ignoraron la sensación de limpieza. Siempre tuvieron la piel sucia de odios, de golpes y calumnias. En ese momento entendieron que desde su infancia habían vivido con un peso descomunal e indescriptible que las sometía.
Por primera vez rieron, la tranquilidad las hizo felices. No podían creer que tal sensación en el alma pudiera existir. Se abrazaron, botaron unas cuantas lágrimas, y después de sacar los sueños de los bultos, los organizaron en orden, cavaron en la tierra; sembraron uno a uno, y los regaron generosamente con agua cristalina.
Las mapaná vivieron en nuevos montes, rodeadas de voces distintas, aires de vientos serenos las cobijaron. Un día, fueron a ver los sueños sembrados. Sus ojos se deslumbraron al darse cuenta que uno de ellos empezó a retoñar; pequeño, vulnerable y lleno de vida.
Manuel de León. (Bogotá - Colombia)
































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