Sachito

Miguel Rodríguez Romero

[Img #6601]Con ese nombre bauticé a una pequeña azada, de no más de quince centímetros, que mi abuelo Vicente me asignó  cuando lo acompañé por primera vez en las tareas de la labranza. En aquella ocasión tocó regar de madrugada. La luna llena lucía enorme. Yo iba de la mano de mi abuelo por la vereda que lleva al cercado. 
 
Pese a estar en pleno verano, la noche es fría. El abrigo que me puso mi abuelo es tan grande que lo llevo arrastrando. El millo es más alto que yo y el sonido del viento me parece una melodía agradable. 
 
Mi trabajo es echar guano, una especie de potasio que se añade al agua y que se pone en "embozaitas", o sea lo que cabe en mi pequeña mano.
 
Poco a poco, el armonioso sonido del viento se va transformando en un rugido extraño, y empiezo a tener un miedo horrible. La silueta de mi abuelo deambula de aquí para allá. Lo veo como un gigante.
 
-¡Déjalo ya, y vete a la choza del pasto, que hace frío! –me dijo, casi gritando.
 
Mi miedo fue a más. Tanto que, al llegar al claro, escondidas entre las plantas, vi unas figuras espantosas que sobresalían de la tierra, como cabezas de monstruos sin pelo, que parecían sonreír, brillando a la luz de la luna.
 
Me escondí. Sigiloso de entrada, y salvaje después, con la ayuda de mi amigo Sachito,  fui cortándole el cuello a todos los monstruos, al más puro estilo quijotesco.
 
Un placer de batalla ganada me hizo dormir a pierna suelta en la choza del pasto.
Ni siquiera recuerdo como llegué a mi casa, pero sé que a la mañana siguiente murmuraban a mi alrededor y algunos se reían de manera un tanto burlona. 
 
 
Lo cierto es que, obsesionado por mis miedos, me equivoqué y acabé por completo  con toda la cosecha de calabazas de mi abuelo. 
 
Afortunadamente no hubo bronca ni nada que se parezca. Mi abuelo, que era muy comprensivo, sólo me miró y me dijo:
 
-Sin duda, la mejor manera de luchar contra los miedos es enfrentarte a ellos, aunque sea con ayuda, que nunca viene mal. Pero fíjate bien, mi niño, que las calabazas no tienen la culpa de nada.
 
Nunca olvidaré la expresión de mi abuelo cuando me dirigió esas palabras. Y siempre agradeceré a mi amigo Sachito que me ayudara a superar mi primeros miedos.
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