Sánchez y la rue del Percebe
Hoy el país amanece un poco más enrarecido de lo habitual, y eso Marcial lo sabe: «Lo bueno de esto es lo malo que se está poniendo», le sonríe a todo el que pasa bajo su ventana. De Marcial sabemos mucho y no sabemos nada: unas veces es muy rojo y otras, sin embargo, muy azul. Su madre, la pobre, bromea y nos dice que, los días antes de que le ingresen la paga, Marcial votaría al PSOE, pero que, después de cobrarla, no hace más que aplaudir las tonterías que dice Feijóo. «Mi niño, el pobre, no tiene criterio. La culpa fue de aquel golpe que se dio en el cuartel». A nadie se le escapa que su niño, Marcial, tiene cerca de sesenta años.
Antes de ir a por el pan, le digo a Pilar, la charcutera, que me guarde medio kilo de pechuga de pollo, que a la vuelta lo recojo. Pilar anda blasfemando en contra de Pedro Sánchez porque, según ella, tiene la culpa de que la Luisa haya cogido todas las bajas habidas y por haber. La Luisa, su sobrina, tampoco ha venido hoy a trabajar: «¡Una baja por embarazo psicológico de riesgo! Pues no va y me grita que en Iowa se la dieron a una. Que hay precedentes, dice. Qué poca vergüenza. Y el señorito —se refiere a Pedro Sánchez—, de fin de semana». Pilar siempre saca pecho para hablar de «su pyme», y del esfuerzo que le ha supuesto levantar y mantener el negocio, y que ella aporta mucho y que le quitan aún más; pero también se le olvida que su marido lleva cobrando por un esguince de rodilla, “mal curado”, desde que Franco era cabo.
Hago un gesto con la mano para señalar que sigo con lo mío y, antes de girar en dirección al mercado, me asalta por detrás el Venancio: «Niño, ¿viste las noticias?». Yo lo saludo, le doy los buenos días, y le respondo que sí, que ha sido inevitable, que está en boca de todos, como todo lo demás. «Pues yo creo —me dice en voz baja— que esto le ha venido bien. Piénsalo, niño, con el jaleo que tenía montado, esta es la excusa perfecta para tirarse del barco». Venancio se sincera con pocos, aunque son pocos los que, a estas alturas, desconocen que guarda más chaquetas en su armario que la planta de caballeros de El Corte Inglés. Me acompaña hasta la administración de loterías de Pascual y, justo allí, cambia de acera para evitar que este le pregunte por lo sucedido: «Ten cuidado, que ese —me dice Pascual— te vende por cuatro duros». Yo compro un Euromillón y un paquete de caramelos porque se me ha quedado la boca algo seca debido a la tierra que se respira en el ambiente últimamente. «Todos se quejan de los impuestos, pero luego bien que quieren sanidad y colegio gratis», termina el lotero, muy orgulloso, mientras observa a algún transeúnte pasar por delante de su negocio. Me despido de él sin mostrar ningún tipo de complicidad. Estoy seguro de que de mí dirá cualquier otra barbaridad al próximo que venga.
Ya en la calle, sorteo hábilmente una alcantarilla abierta desde la que alguien me grita que me aparte, que le quito la luz. Un señor mayor, con los brazos a la espalda y el gesto contrariado, alaba «un trabajo tan digno como cualquier otro» y se mantiene en el lado donde su sombra no molesta con el fin de adivinar qué esconden las cloacas.
Trato de recuperar el aliento después del susto, pero mi boca no mejora y decido empeorar el asunto, todavía más, con algo de café. El bar de Herminia, Tapa Latina, queda a unos metros del mercado: «¡Hombre, los tiempos! ¿Te fuiste a por trabajo?». Herminia es conocida por no tener nada en contra de la inmigración, siempre y cuando sea legal y vengan a ganarse la vida, como su Brandon José, al que tiene explotado tras un contrato de cuatro horas. Curiosamente, este pobre es el único que no sale nunca del bar.
«¡Venga, por favor! Con el novio de Ayuso sí, pero a la mujer del presi ni tocarla», cacarea Sandra —que es, según ella misma, un poco del PP— sin apartar la vista de su móvil. Herminia bromea a propósito de un conocido meme: «Se hace la “vístima”, Sandra». Yo, mientras tanto, le pido el café a Brandon y este, muy diligente, me sirve rápido y sin levantar la cabeza.
Cuando entra Paco, el policía local con más años de servicio, se advierte un leve descenso en los decibelios. Paco vino con el municipio y, a pesar de su longevidad laboral, parece no querer quitarle las balas a la pistola: «Herminia, anda, deja de acosar a Machu Pichu y ponme una caña». Por todos es sabido que la Herminia tiene intenciones deshonestas para con el bendito Brandon José. Paco, después de saludar, se sienta y le chista a Pablo, concejal de juventud y tiempo libre por Los Verdes Multiplican: «¿Y tú qué te cuentas, perroflauta? ¿Se va o no se va tu querido Sánchez?». El silencio, ahora sí, es absoluto.
«¡Paco, ese se va a hacer un Xavi, ya verás!», interrumpe, afortunadamente, Jonathan, uno de esos chavales de casi cincuenta años, siempre en ropa de deporte, que solo ha cotizado un par de meses por culpa, según él, de la inmigración ilegal. El Jonathan se lleva muy bien con la Herminia, se entienden a la perfección: la una lo manda a hacer toda clase de recados y el otro cobra en cervezas.
Pago el café, me echo otro caramelo a la boca y salgo nuevamente a la calle, donde me encuentro al padre Emilio repartiendo bendiciones como si del mismísimo pontífice se tratase. Siempre me ha caído bien el padre Emilio. Él no es ajeno a mi declarado agnosticismo y quizá por esta razón le gusta charlar conmigo: «El lunes es San Pedro Mártir, ¿lo pillas? Un buen día para hacerse creyente», bromea. La verdad es que nunca deja de arrancarme una sonrisa el bueno de Emilio.
Por fin en el mercado, me dirijo al puesto de Germán y Clara, Pan y Miga, y los saludos con mucho entusiasmo. Germán y Clara son un matrimonio encantador, muy educados y discretos, agradecidos por las rutinas de sus clientes, entre los que me incluyo con orgullo. Con los años, Germán y yo hemos adquirido una amistad que se manifiesta a través de un código muy singular. A Clara no se le escapa nuestra complicidad y medio sonríe cuando nos escucha hablar porque sabe que charlamos sobre lo que charlamos y sobre lo que no charlamos:
—¿Lo de siempre? —me pregunta Germán.
—Lo mismo de siempre —le respondo.
A Francisco Ibáñez Talavera, donde quiera que esté.
































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