Foto: Juan FERRERA GILPresentar un nuevo libro, en estos tiempos asirocados de lecturas raras y con tantas faltas de ortografía, conlleva, en su esencia, la materialización de dos heroicidades: por un lado, el valor de escribir, que siempre anda sobrado de soledades y miradas cuando menos extrañas, y, por otro, el de los lectores: dos hazañas que se complementan y que, con el libro recién editado y ya en las manos de los leyentes, hablan de momentos silenciosos y únicos al socaire de la lectura. Por eso, cada acto en que se presenta un nuevo ejemplar y se habla de él, no es una opción baladí: es la confirmación de que hay todo un ejército de lectores críticos que se entusiasmarán o no con las nuevas páginas: una oportunidad única, siempre es así.
A pesar de que lectores hay muchos, no se suelen prodigar en este tipo de eventos; seguramente concurrirán razones de peso. Pero da igual: esa columna de lectores, alineados en cada párrafo y en cada punto y aparte, darán cumplida cuenta de la obra en cuestión. Solo sé que cualquier momento es bueno para aprender y que este tipo de actos desprenden una oportunidad casi única. Es verdad que la vanidad suele rondar por el lugar; sin embargo, no siempre su presencia es tan negativa ni tan recurrente: hay de todo, como en botica.
Una vez superadas las dichosas redes sociales, que conforman y confirman una nueva dictadura, se impone la palabra cierta, compleja en ocasiones y, sobre todo, directa. Por eso el creador, ya lo dijimos antes, también es un valiente: ataca directamente al corazón. Incluso mucho antes de contar con lectores, un misterio tan cotidiano como otro cualquiera, el escritor se encierra, seguramente, delante del ordenador, o del papel en blanco (los menos, la verdad) y va modelando sus ideas, sus opiniones o pareceres, que son tan propios y personales que solemos, a veces, asentir, posteriormente, con lo que hemos leído.
Es un misterio la escritura.
Y la lectura también.
Así que escritor y lector se complementan tanto que, cuando leemos en la soledad de la casa, el diálogo se pone en marcha: sí, ya sabemos que es un diálogo silencioso, donde el mudo contexto no solo impide la comunicación directa, sino que, además, tiene la estimación añadida de las supuestas respuestas.
La imaginación del escritor provoca la imaginación del lector y, en esas invenciones que nos ayudan a vivir mejor, la vida se expande y multiplica y la mirada se endulza, más que nada porque llegamos a sentir que somos los dueños del tiempo. O eso creemos. Y al entrar en las páginas de un libro no solo adquirimos intimidad y silencio, sino que la posible similitud de opiniones parece al alcance de la mano. Pero eso no es lo más significativo. Lo verdaderamente relevante es el acto mismo de leer y de darle sentido, en la distancia, al creador de las palabras, que han sido elegidas y redactadas con el deseo último de convertirse en eternas y, tal vez, en casi imprescindibles, en la que su pronunciación no solo marcará un estilo de vida, sino que servirá para colocar definitivamente los pies en el suelo. O en el papel.
Escribir, para quienes solemos experimentar sin esperar nada a cambio, es una verdad incuestionable que nos repara las neuronas y el entendimiento, o lo que sea, con el fin de seguir avanzando en este delicado mundo de las palabras, que siempre sirven para manifestar distintas opciones y sensaciones. Es el mundo de la escritura, mayormente ingrata y siempre solitaria, una realidad que no se detiene: a veces cree uno conseguir el cielo, pero nunca es así.
Leer es la segunda parte de Escribir: sin lectores no hay vida, ni silencios cómplices ni contextos nuevos, ni personajes que crecen en nuestra imaginación y que viven exclusivamente para nosotros. El gesto de abrir y cerrar un nuevo libro nuevo es más que un ejercicio cotidiano: tal vez configure la constatación de una forma de estar e interpretar el mundo. Solo nos percatamos de que la imaginación se dispara reiteradamente a poco que abramos el reciente volumen: el que ha sido presentado en un alarde de buena voluntad, discreción y saber hacer. No sé si me explico debidamente. Seguramente, no; pero más no podemos hacer.
Bueno, sí: leer. Que no es poco.
Juan FERRERA GIL
































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