María José

Juana Moreno Molina

María José. Ilustración de Juana Moreno MolinaMaría José. Ilustración de Juana Moreno Molina

No hace falta conocer por los medios cómo nuestros campos se van poblando por gente de fuera, al desprenderse los propietarios de sus rústicas propiedades por las sustanciosas perras que los otros ofrecen para convertirlas en segundas residencias, no pudiendo la gente del país obtener por un precio justo un hogar y quizá trabajar la tierra. 
 
A María José, una mujer de mediana edad que vivía en una confortable y fresca casacueva de las medianías, se le presentó de improviso una visita, una persona que dedujo sería de la capital, pues no había más que oír como hablaba y vestía. Este sujeto, con mucha labia y untuosa familiaridad, le estaba proponiendo un gran negocio, según se desprendía de su charla. 
 
Como buena anfitriona, María José se esmeró en preparar el café para obsequiar al visitante, porque eso sí tenía ella: la educación que le inculcó su madre con los que llegaban a casa.
 
Preocupada por si las galletas que puso en un platillo estarían algo manidas de tenerlas tiempo en la lata, no ponía mucha atención a la charla, plagada de eses, de su visitante.
 
María José se sentó finalmente frente a aquel señor que dijo llamarse Sebastián no sé qué, que era comercial y que se dedicaba a comprar y vender casas para otra gente, en especial a gente de fuera. Le decía, con ánimo convincente, que ella haría un buen negocio vendiendo su casa y yéndose a vivir cerca de la ciudad en un piso de una barriada donde haría muchas amistades y no estaría tan sola como estaba en este sitio tan apartado del mundo. Él le facilitaría el cambio y en menos de un mes estaría gozando cerca de la capital de los adelantos de la civilización.
 
Al fin cayó en la cuenta, alarmada y nerviosa, de la pretensión de aquel señor que no cesaba de hablar. Callada miró afuera, en aquella luminosa mañana, más allá del castaño del patio, más allá de los ciruelos en flor, donde se recortaba el inmenso cielo azul en el que dos cuervos negrísimos planeaban. A su izquierda miró como relucían las verdes montañas jaspeadas por un rebaño de ovejas. El familiar canto del mirlo en el manzano la reconfortó. 
 
María José, con mucha delicadeza, le dijo que no, que no vendía la casa de sus padres donde nació, que eso era como vender, además, el paisaje visto desde su hogar, más valioso que un palacio en la capital. Despidió con urgencia a su visitante, el cual no terminó su café, y le ofreció las galletas envueltas en un papelillo, “para los chiquillos”.
 
Texto e ilustración Juana Moreno Molina
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