Y aquel día llovió. Lo hizo tan fuerte, que parecía el fin del mundo.
Juan lo había predicho.
Siendo el menor de ocho hermanos y único varón, nació con parálisis cerebral. Creció con el cariño y las carantoñas de su madre y de sus hermanas, lo que no ocurrió con su padre, que nunca aceptó la situación y lo trataba con desprecio. Nunca lo quiso.
Un día, con un sol de justicia, el padre llegó cargado de palma fresca, y se dispuso a extenderla en la azotea, para su secado.
Durante el almuerzo, mientras, malhumorado como siempre, amasaba el gofio, Juan le dijo:
-¡Paaa, paaa! ¡Chuss, chuss!
El padre lo miró y, con tono burlesco, contestó:
-¿Cómo va a llover, con el tiempo que hace? ¡Está bonito el sajorín!
Y llovió, con mucha fuerza, destrozando por completo el material para la confección de escobas.
Tiempo más tarde, María la Grande, así llamaban a una vecina corpulenta, siempre vestida con una traje marrón y una especie de babero blanco con cordón dorado en la cintura, tan burletera y entrometida como siempre, le dio a Juan una de esas bromas pesadas que solía dar.
El muchacho, sentado al lado del poste robusto, que hacía de columna para sostener el techo a dos aguas de madera de riga, le dijo, imitando a las campanas doblando:
-Maía, Maía. ¡Dom, dom, dom!
Ella se giró rápidamente y dijo:
-¿Morirme yo? ¡Jajajaja! ¡Está bonito el sajorin!
Aquella misma noche murió María. Dijeron que fue de repente, que así se llamaban los infartos de la época.
Pasaron los años y, un mal día, a la hora de cenar, Juan no tenía hambre, se puso a golpear el plato de lata, hecho en exclusiva para él. Su Padre, sin pensarlo, le dio una bofetada, que hizo correr la sangre por su cara.
La expresión del resto de la familia fue demoledora. Desde su rincón, Juan no dijo nada, sólo miró fijamente a su progenitor.
Dos años después, el pequeño Juan falleció debido a su enfermedad.
En la misma semana, su padre, que llevaba un brazalete de luto, cargaba la mula con el parto de cochinos para la venta. Y, al pasar por detrás, el animal se asustó tanto que, de una patada, le desfiguró la cara para siempre.
Y cuando se miraba en el espejo, el padre veía la cara de su hijo Juan.
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