Microrrelatos. La pena de María Concepción

Ni una palabra más brotó de los labios de María Concepción. Fueron sus ojos llenos de lágrimas, hablando de arrepentimiento y de dolor, los que respondieron.

Quico Espino Lunes, 25 de Marzo de 2024 Tiempo de lectura:
La pena de María Concepción. Ilustración: Juana Moreno MolinaLa pena de María Concepción. Ilustración: Juana Moreno Molina

 
Pocos segundos antes de que se le escapara la vida, con la mirada triste y transida clavada en los ojos de su única hija, María Concepción fue consciente por primera vez de que siempre había sido una mujer machista. Entonces, haciendo el mayor esfuerzo de toda su existencia, afligida por  haber hecho tanto daño a la persona que más se había sacrificado por ella, sangre de su sangre, su  niña del alma, la agarró de la mano temblorosamente y susurró:
 
-¡Aurora, mi amor!
 
-¿Qué, mamá? –replicó la hija, solícita, sorprendida de que su madre le dirigiera aquel apelativo tan cariñoso que siempre había reservado para sus hijos varones.
 
Ni una palabra más brotó de los labios de María Concepción. Fueron sus ojos llenos de lágrimas, hablando de arrepentimiento y de dolor, los que respondieron. Los mismos ojos que vieron desfilar en continuo movimiento las imágenes de una vida entera, y que se desconsolaron al contemplar las múltiples escenas en las que su hija aparecía ocupada en un sinfín de tareas: cargada con una bañadera repleta de ropa rumbo al barranco; estregando pantalones y chaquetas en los lavaderos, en las acequias o en la pileta; cose que te cose, plancha que te plancha, friega que te friega, entre sudores y lágrimas de impotencia y desaliento, sin un respiro, martirizada desde que era una niña por ser la única hembra entre tantos hermanos. Y además sin recibir un solo mimo por su parte, después de haber delegado en ella tantos quehaceres.
 
-¿Te frío un huevito, mi amor? –era una de las invitaciones usuales de María Concepción para con sus hijos, los niños bonitos, aunque estuvieran arrepollinados sin hacer nada, y a ella, que estaba fijo pegada, no la convidaba ni a un mísero café.
 
-¡Fríele los dos, coño! –pensó muchas veces cuando niña, o en la adolescencia, y dijo en voz alta otras tantas, siendo ya mujer, perdido el miedo a saltar cuando la pinchaban.
 
Fue mucha la rabia que Aurora acumuló año tras año, demasiadas las heridas que se resistieron a cicatrizar y que incubaron en su corazón un fuerte recelo hacia su progenitora. Sin embargo ahora, que rondaba los cincuenta, que la vida había hecho de ella una mujer comprensiva y generosa, y ante aquellos ojos que imploraban clemencia para cerrarse eternamente en paz, Aurora olvidó por completo sus rencillas y perdonó a su madre.
 
Pero a María Concepción no le dio tiempo de ver los ojos que la miraban con una sonrisa amorosa, y se murió con la pena de no saberse perdonada por su hija.
 
Texto: Quico Espino
Ilustración: Juana Moreno Molina
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