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No pudo soportar nunca los abusos hacia alguien inferior, ya fuera hombre o mujer, lo cual lo llevó a más de un “fregao”, que si bien en su momento fueron disgustos, con el tiempo se convirtieron en anécdotas. Lo conocí a mediados de los ochenta del siglo pasado.
Nacido y criado en Guayadeque, sus rasgos eran los típicos de la gente del lugar.
De cara huesuda y longa, nariz pronunciada y ojos pequeños, de mirada noble y capciosa a la vez, decía en tono de risa que tenía la cabeza "cumplía", de llevar sombrero toda su vida.
Su carácter, indomable, no competía con su buen corazón.
Rodeado de leyendas sobre sí mismo, me pareció siempre alguien fascinante.
Me contaron una anécdota, una de tantas, que en las noches de las fiestas del pueblo había que tenerlo en arresto domiciliario, por si acaso.
Mis ratos con él, aunque casi siempre se nos pasaban entre risas, también tenían momentos de gran aprendizaje. Así que, en uno de esos momentos, y mientras reíamos a carcajadas por las locuras del perrillo chato que lo acompañaba, le dije: “dicen que son leales y fieles". Entonces se giró y me dijo: "muchacho, la lealtad es un bicho con muchas cabezas, se acaba justo cuando eres tú el que se la juega, o lo que es peor, uno de tus seres queridos ".
Me quedó grabado su pensamiento.
Él había estado en la guerra y me gustaban sus relatos sobre lo vivido. Me contaba anécdotas como la del "caldo napolitano", un caldero de agua hervida, con una cebolla guisada, que en invierno constituía un verdadero manjar.
Con ocasión de un guiso de caracoles con hinojo, y pella de gofio incluida, hablábamos de sus vivencias de la guerra y se me ocurrió preguntarle que si había tenido que matar. No hubo respuesta, siguió girando el cucharón como si no hubiera escuchado.
Volví a preguntar lo mismo al cabo de un buen rato, y esta vez sí que contestó, y de qué manera. Me miró, con mirada noble y tranquila, y dijo:
-No pretendería usted que me mataran a mí, ¿verdad?
Una respuesta sabia para un pregunta estúpida, qué duda cabe.
Miguel Rodríguez Romero
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