
La calle, sin coches, (miren las fotos, por favor), no solo resulta más amplia, sino que en su silencio ocasional se aventura en la aparente tristeza, lenta y callada, que ha venido a dar un paseo por la ciudad norteña.
Yo no sé qué tiene la calle, pero me gusta verla así: solitaria, sin vehículos que emborronen el suelo y sin tráfico ruidoso que altere su natural desarrollo: las calles, antes, eran la prolongación de las casas: puertas abiertas de par en par, donde los zaguanes, hoy desaparecidos, tenían su aquel con coloridos azulejos y decorativas plantas, que dulcificaban el camino, y donde todos los ruidos llegaban a mezclarse, provocando algo así como un atasco sonoro.
Así, el silencio se agranda en su camino de ida y vuelta como si fueran las olas salitrosas, llenas de blanca espuma, que arriban cada día a la orilla: las fachadas sobresalen y suponemos que tras ellas la vida bulle en las casas que todavía están habitadas; es verdad que los escasos comercios de que dispone aún no se han despertado del todo, pero, dentro de poco, el ruido comercial se adueñará del lugar y volverá a dejar todo en su sitio, como hecho cotidiano repetitivo. Por eso la imagen nos llama tanto la atención. Como todavía los contenedores de la basura no han cambiado de lugar, situados fuera de la imagen, la limpieza callejera se mantiene en su justa medida. Hasta el banco invita a sentarse y desde él contemplar que la vida es una sola: ver pasar gente se convierte en una agradable actividad.
Enfrente mismo del banco, la Academia Arucas, que, al utilizar el antiguo escaparate de la vieja peletería que siempre hubo en el lugar, mira al pasado, donde los libros, el ábaco, el viejo teléfono… hablan desde remotas ideas que una vez fueron reales: siempre habrá clases particulares; siempre habrá necesidad de lecturas especiales y de maestros y profesores que enseñen. Como debe ser: ¡¡donde esté un buen maestro!!…
Por eso la calle es tan importante!!
Juan FERRERA GIL
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