¡Fuerte cruz!

Quico Espino

Foto: Ignacio A. Roque LugoFoto: Ignacio A. Roque Lugo

 

Parece ser, apoyándome en los anales de la historia, que Jesucristo pudo haber sido la primera persona que llevó una cruz a cuestas. Supongo que alguna vez, arrastrando la onerosa carga por las calles de Jerusalén, pensaría: ¡fuerte cruz la mía!, que es una frase que he oído decir muchas veces, sobre todo a las mujeres mayores, a lo largo de mi vida, y que fue la que dije yo, entre risas, enseñando a mis amistades la foto de mi primera comunión, pues llevo entre las manos un crucifijo que es la mitad de mi tamaño, aparte del que tengo colgado al cuello.

 

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-¡Qué carita de susto tienes, mi niño –me dijo una de mis amigas. Y tanto, le contesté, alegando el mal trago pasado en la espantosa catequesis, mientras me aprendía los rezos que me enseñaba, de manera bastante tiránica, metiéndome el miedo  en el cuerpo a mis seis años, el cura párroco del pueblo, el cual tenía el mismo nombre que el de la famosa canción, aquel al que aconsejaban que repasara el motor porque se le salía el agua por el carburador.

 

Para más inri, resulta que, pocos días después, una noche de viento, lluvia y truenos, un toro enardecido empitonó a un hombre y lo arrastró por medio pueblo, hasta dejarlo sin vida delante del callejón de mi casa, donde pusieron una cruz en su memoria. Desde entonces me tuve que persignar cada vez que entraba o salía, a todas horas, porque si no era pecado venial, y varios pecados veniales seguidos se convertían en uno mortal. ¡La de veces que me persigné hasta que cerraron aquel solar y quitaron la cruz! ¡Mi madre!

 

Al año siguiente fui obligado por el sacerdote que me dio la primera comunión a ir a todas las procesiones de semana santa. Pobre de mí como me perdiera una, pues Dios lo veía todo con ese ojo ubicuo que tiene, el pecado sería mortal  y, si me moría, no tendría indulgencia plenaria para entrar en el cielo. Al infierno de cabeza.

 

Hasta reírse era pecado en aquellos días. Y que no se nos ocurriera cantar, a no ser que fueran canciones de iglesia. El caso es que, intimidado, temeroso, asistí a todas las procesiones y me quedé impactado con la del martes santo, viendo a Jesucristo cargando con la cruz

 

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… y a su madre, que le salía al encuentro, mientras un niño vestido de capuchino cantaba una saeta desde un balcón engalanado. La gente que había en la procesión se quedó pasmada (como esas escenas de película en las que la imagen se congela) y a mí se me pusieron los pelos de punta.

 

Pasados varios días, caminando hacia la escuela, después de haberme “enguilgado” en la trasera de una camioneta, que me llevó hasta El Puente, vi, subiendo por La Ladera, una calle empedrada que va hasta La Plaza, a un hombre mayor cargado con un saco de papas de cincuenta kilos. Quizás sería por la expresión de cansancio que se veía en su cara que me dio la impresión de que se parecía a Jesucristo y, como faltaban más de cinco minutos para entrar a clase, lo seguí durante un rato.

 

Casi al instante aquel hombre estornudó. ¡Dios me ayude!, dijo. Luego estornudó por segunda vez y, un tanto resignado, repitió: ¡Dios me ayude! Y luego una tercera vez, con el consiguiente deseo, refunfuñando, de que el Altísimo intercediera en su favor,  hasta que, después de estornudar por cuarta vez, ya enfadado, poniendo en el suelo el saco de papas, gritó: ¡Cago en Dios!, ¿va a seguir?

 

Recuerdo que me pareció tan irreverente lo que dijo que, de manera refleja, me hice la señal de la cruz para espantar al diablo, el cual, según el cura, aparte del día de san Miguel, se soltaba cuando alguien decía alguna blasfemia. También me acuerdo de la de veces que me persigné por el mismo motivo, ya que mi padre y sus amigos, mis tíos y la mayoría de los hombres que conocía entonces solían blasfemar (descolgar santos, decían ellos) ante cualquier contratiempo.

 

Me olvidé de las cruces y dejé de persignarme cuando perdí el miedo que aquel cura me había metido, el miedo al diablo, al infierno y al pecado de la carne. ¡Bendita carne!, diría yo, al contrario de lo que decía él. Desde entonces me dejaron de gustar las cruces. Son el símbolo de una etapa triste y oscura de mi vida. No me gusta la egipcia, ni la de san Pedro, la visigoda o la de la victoria, y menos aún la de las cruzadas o la gamada, pues todas desentierran desgracias pasadas. 

 

La única cruz que tolero es la que decora la tarta de Santiago, verdadera delicia, sobre todo la que hace un amigo mío, buen vecino además, que me regaló una para mi cumpleaños, la mejor que he probado en mi vida, al cual le dije: “chacho, Marcelo, por favor, no le pongas la cruz, que no quiero que me amargue el dulce”.

 

Texto: Quico Espino

Imágenes: Ignacio A. Roque Lugo, álbum familiar y pintura de El Greco

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