Estos días. Juan FERRERA GILEstos días de ahora, que se parecen muchísimo a los ya vividos en otros momentos, acaso siempre sean los mismos, desprenden el aroma sincero de un tiempo del que ya ni siquiera somos conscientes: son tantas las pequeñas cosas que nos rodean que ya empezamos a olvidar que una vez fueron grandes...
Han regresado los días luminosos, sí, con el calor preciso y el recurrente sol picón de otoño, tan cálido y huidizo, amante de las nubes y del viento raro y extraño, que nos devuelven las palabras que una vez sirvieron para llamar y manifestar que todo cambia, que nada permanece y que los pájaros que ahora cantan, entre la arboleda eterna del parque, siempre verde todo el año, son otros: los hijos de los hijos de los hijos…
No sé qué tiene la imaginación que nos devuelve los momentos valiosos y verdaderos, a nuestro entender, que tiempo atrás, acaso unos débiles y ligeros instantes, significaron debidamente. Nuestros antecesores, que, además de imposiciones ideológicas sobrevenidas, vivieron una vida entera, consideraron una vez que tendríamos que disfrutar de las sombras, y lo decidieron en un tiempo analógico y donde el concepto de cambio climático ni existía como idea ni se imaginaba como cosa cierta y futura.
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Estos días de ahora resultan tan elocuentes, demostrativos, posesivos y peculiares que adquieren la forma de los bancos de la plaza, casi siempre ocupados por las mismas personas, donde paisaje y paisanaje se mezclan, y la vida entera recrea otra posible interpretación. Cuando el sol aprieta, el refugio siempre soñado del Parque Municipal, a la sombra de los viejos y altos árboles que mostraron un tiempo claro y exclusivamente burgués de la familia Gourié, las palabras resultan atropelladas y enramadas y se escabullen entre las agradecidas sombras, donde lo divino y lo humano, por un lado, y lo que genera y condiciona las ideas procedentes de la metrópoli, por otro, se superponen como una invitación que desciende con suavidad a la pronunciación efectiva.
La charla distinta, distendida y amena, y curiosa, de estos días luminiscentes de otoño en el Parque Municipal, expresa que la vida vale la pena, a pesar de los que ya se han derivado por la cantonera, sin retorno, de agua limpia, sonora y cristalina. Mirar y saludar, y opinar, sigue teniendo un valor y una hazaña oculta en el que la heroicidad del momento adquiere el rostro cómplice de una casi sonrisa que alimenta la existencia y nos devuelve los días azulados, casi añiles, de nuestra infancia, en la que casi todo se percibía con más sinceridad y serenidad y con la única verdad posible ante la atenta mirada de aquel tiempo, donde el sonido, ¡clic!, de las pipas de girasol rompían la monotonía juvenil y vespertina.
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No sé qué tienen los parques que proyectan felicidad en la madurez y carreras alocadas en la infancia, y complicidades juveniles: todo se vuelve a repetir, como una rueda que gira y gira sin parar.
Son iguales estos días de ahora que aquellos que nos correspondieron en nuestra época; época que ya ha transitado el hollado camino; camino que se adentra, poco a poco y paso a paso, en un sendero inundado de cañas: siempre las veredas estrechas vienen a condicionar una forma de interpretar y ser, que se encogerá cada vez un pisco más: como debe ser y como siempre ha sido…
Desconocemos si la nostalgia perjudica más y revitaliza menos; pero sí sabemos que, en determinados momentos, instantes siempre precisos, demostrativos, posesivos y relevantes, nos ayuda a avanzar. Que no es poco.
Juan FERRERA GIL































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