Quizá Las experiencias de muchos emigrantes clandestinos que arriban a nuestras costas tengan alguna similitud con las que sufrieron muchos de los nuestros, décadas atrás, huyendo de venganzas, como la protagonista de este relato ficticio, o buscando un porvenir mejor que su tierra les niega.
María, una joven trabajadora, llegó una tarde a su casa antes de la suelta; traía su cara pálida y bañada en llanto. Sus padres se asustaron al verla y, después de muchos ruegos, lograron que la joven les dijera la causa de tanto desespero. Ella, entre sollozos, contó su desgraciada experiencia: se había defendido del hijo del patrón, aquel joven presuntuoso que hacía tiempo se le insinuaba y ella rechazaba, pero esa vez intentó, cobardemente, forzarla estando sola en la aparcería. La joven se resistió y, cogiendo una piedra que tenía a su alcance, le mandó con todas sus fuerzas hasta que él la soltó. Luego corrió, asustada, dejando al muchacho ensangrentado en el suelo.
Como es de esperar en estos casos, la mujer lleva las de perder, aunque fuera la agresión en defensa propia, por lo que los padres de María, conscientes de que no habría justicia para su hija, su única hija, hipotecaron su humilde casa para conseguir las seis mil pesetas que costaba su marcha clandestina a Cuba. Saldría junto con otros compatriotas que, hartos de la miseria y de la represión que imperaba en aquellos años de posguerra, se lanzaban a la incierta aventura en unos pequeños y endebles barcos.
Una noche oscura y lluviosa, en aquella cala escondida de la isla, la joven, que vestía ropa de hombre y se cubría con un pañolón, esperaba inquieta, junto con tres muchachos de su pueblo, a la lancha que los llevaría al barco de pesca, que se mecía en alta mar. Ella llevaba, a buen recaudo en la cinturilla del pantalón, mil pesetas; a sus pies, una pequeña maleta y un saco con víveres para la travesía, con higos pasados, almendras y una pelota de gofio amasado con miel de palma.
Después de una larga y angustiosa singladura, en la que sufrieron hambre y toda clase de calamidades por la mala mar, llegaron a Cuba. Ella se dirigió a Camagüey, donde la esperaban unos canarios conocidos. Trabajó como cigarrera en una fábrica de tabaco, siempre atormentada por la incertidumbre de no saber las consecuencias de aquel acto que protagonizó allá en su tierra.
Algún tiempo después, María recibió la noticia de que el joven que la intentó agredir se había restablecido, pero sus ricos y poderosos padres se habían ensañado en sus progenitores, dejándolos en la miseria.
Entonces ella, valiente como la que más, no tardó en reunir, con la ayuda solidaria de muchos canarios, emigrantes como ella, el importe del billete para el viaje de sus padres, no tardando ellos en embarcar en el vapor que salió de Las Palmas el mes de marzo de 1948, rumbo a aquella hermosa isla del Caribe.
María esperaba impaciente a sus padres en el malecón de la Habana, desde donde veía, emocionada, acercarse el barco envuelto en el humo de sus chimeneas y el tronar de la sirena avisando su llegada.
Texto e ilustración: Juana Moreno Molina
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