
Lucrecia Amaya Ramos nació un 30 de abril de 1928 en Tamargada. En aquellos años el caserío de Mazapeces, cuna que la vio nacer, tenía 59 viviendas. Tamargada era un pago donde las casas de piedra convivían con un enorme palmeral, casas de piedras alargadas, con techos de tejas del lugar, con suelos de tierra batida. Aquel lunes, el nombre de Lucrecia se sumó a los 298 vecinos que allí vivían.
En las laderas de los barrancos de Tamargada se levantaban paredones, era necesario, se debía aprovechar cada palmo de terreno para sembrar trigo, lentejas, chícharos, garbanzas. En los peores suelos, enraizaba la viña, de ella se extraían vinos fuertes, de un denso y turbio color amarillo. Mucha hambre se mató con aquellas sorribas.
Lucrecia, de niña, vivió los sinsabores de la vida. Siendo aún pequeña, su padre, D. Manuel Amaya Cordero, murió. Fue su madre quien, con enormes esfuerzos, sacó adelante a ella y a sus hermanos José y Benito.
De doña Emérita Ramos Vera, su madre, lo aprendió todo, aprendió lo que es la vida y aprendió a tejer. Recuerda a su madre, a su abuela y a su bisabuela, delante del Telar de haya, aprovechando los retales de ropa vieja o la lana de las ovejas. Ella las miraba atenta. Y veía cómo pacientemente, hacían la urdimbre y la colocaban en la urdidera del telar, cómo a cada golpe de las pisaderas se abrían los hilos y entre ellos, de manera ágil y ligera, pasaban la lanzadera con las tiras de tela o el hilo de lana, un nuevo golpe de batán y quedaba el hilo prensado en la urdimbre. Y al golpe, hora a hora, mañana a mañana, día a día, los hilos tomaban forma y se convertían en la jerga que calentaba en las frías noches, o las alforjas para cargar, o la trapera para mil y una cosas.
Aquella niña fue a la escuela, a una de las dos unitarias que por aquel entonces tenía Vallehermoso, recuerda aún hoy el nombre de una de sus maestras: Doña María Luisa Beltrán de Liz Sánchez del Aguila, así se llamaba y cuyo nombre por extraño, se mantiene imborrable.
Fue una dura posguerra. Tuvo que ayudar a su madre a sacar la familia adelante y desde niña llevó cajas de tomates por el camino de La Raya hasta la empaquetadora de Vallehermoso. Desde allí veía como llegaban los barcos hasta el pescante: recuerda El águila de Oro como cargaba la fruta y salía resuelto hacia la mar bravía.
Vallehermoso era por aquel entonces una alfombra de plátanos.
Poco a poco Tamargada comenzó a palidecer, al igual que el resto de la isla la emigración se cebó en su gente. En 1950 vivían en el barranco 453 personas, en 1960 pasaron a ser 357, pero el golpe más duro vino en los sesenta, en el año 1970 sólo quedaban 261 personas, la mitad. Doña Lucrecia se fue como muchos otros y cruzó el charco al encuentro de su marido. Allí como muchos gomeros hizo su segunda vida pero siempre con los ojos puestos en nuestra isla a la cual regresó en 1992.
Hoy Lucrecia, junto a su hermano Benito, Damián, Alonso, Pepe, Antonio, Maruca, Baudilia... acuden prestos a cualquier fiesta de la isla. Con sus tambores y chácaras animan las procesiones, son rostros inconfundibles, sonrisas cariñosas que reconfortan. Y siempre en su silencio, en su quietud, el rostro de Doña Lucrecia que buscamos presurosos. Su recuerdo nos es enormemente grato, es sabido que su legado, de su deseo que el conocimiento adquirido fue gracias a su bisabuela, abuela y madre, que hunde sus raíces en la noche de los tiempos, siga vivo.
A lo largo de su vida, fue galardonada con varios reconocimientos tanto a nivel local, insular, provincial y regional, por su buen hacer en el telar. El 19 de enero de 2022, fallecía a los 93 años la última tejedora de Tamargada.




























Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.102