Música, maestra

Quico Espino

 
Por fortuna, la música me ha acompañado siempre. Mi padre, que conducía un montacargas, se enamoró de mi madre mientras ella cantaba coplas y boleros, subida sobre un promontorio de cajas de tomates, a modo de escenario, en el almacén donde se empaquetaba dicha fruta. La hacían cantar en horas extras nocturnas, durante la zafra, cuando la producción era mayor, para espabilar a las otras obreras, más de cien mujeres que disfrutaban de lo lindo escuchando a mi madre y que le pedían que cantara sus temas favoritos. Corría el año 1932 y mis padres contaban dieciséis años.
 
De niño siempre oí cantar a mi madre mientras trajinaba por la casa, sobre todo cuando preparaba la comida. De las cupletistas mayores (Estrellita Castro, Concha Piquer e Imperio Argentina) y de Los Panchos se sabía la letra de casi todas sus canciones. Pero no era ella la única persona cantarina en mi casa pues mi padre, con unos rones de más, se salía por tangos, en especial el del legionario que conoció a una tanguista en un cabaré; mi hermano mayor entonaba el pasodoble María Dolores mejor que Jorge Sepúlveda y mi única hermana, más moderna ella,  cantaba temas de Los Brincos y hasta chapurreaba en inglés el Twist and shout de los Beatles y, varios años después, el Black is black de Los Bravos.
 
Yo, que también salí cantarín y que al final de mi adolescencia formé parte de un grupo musical, aprendí a tocar la guitarra ( un ramilé, como digo yo en lugar de RE MI LA) y estaba fijo de parranda con mis amigas y amigos, como ven en esta foto:
 
[Img #14567]
 
… y me vanaglorio de haber cantado con todos mis alumnos, chicas y chicos,  canciones de Los Beatles, Carole King, Supertramp, Pink Floyd y   un largo etcétera que alegró nuestras clases de Inglés de los viernes.

 

Estoy rodeado de gente que hace buena música, grandes profesionales que viven de ella, como el caso de mi amiga Laura, que toca el violín en la foto que encabeza este artículo, y todas mis amistades disfrutan de ella, ya sea música clásica o moderna, con verdadero deleite.

 

La música alegra la vida. Se puede ver en la cara de esta hermosa y colorida mujer  que baila una danza tradicional quechua en la ciudad peruana de Puno, a orillas del lago Titicaca,

 

[Img #14569]

 

… y yo mismo fui testigo de ello el pasado día de san Juan, en la playa de Sardina, donde se agolpó el pueblo entero

 

[Img #14570]

 

… para moverse al son de una música pachanguera, antes de que irrumpieran en el cielo y en el mar los fuegos artificiales.

 

Quiero acabar este relato con un poema, sin puntos y pocas comas, que escribí hace tiempo y que se titula: La música no tiene color:


Silva el viento agitado con brío
Se acerca una noche atronadora
de fuegos naturales
que rajarán la oscuridad

 

Las olas escarban la arena
desnudan la playa
Estalla la espuma en burbujas
Aletean las pardelas
que graznan y relumbran en la noche

 

Detrás
la nota disipada de un violín
moderado, ligero, expresivo
Le hace eco una guitarra
asustada por el viento
terrible elemento
más que el fuego
menos que el amor que siento

 

Cantan voces soñadoras
canciones de sentimiento:
amor mío, si me dejas
no oirás ninguna queja
ni gemido, ni lamento
¡Qué tormento cuando la pasión se aleja!

 

Vibra un piano de repente
fuerte, grave, romántico
El viento se adormece 
Suena a flauta
a delicado clarín
a saxo afectuoso

 

Se acerca el sexo
 Miro tus labios, me das un beso
Surge la música del corazón
Te quiero

 

Canta el mundo entero
alegre,  evocador, sentido
Sube el ritmo por las venas
penetra la piel
¡Jazz!

 

Música que encierra la vida
y le canta
Música
grito que surge del interior
No importa el país
no importa el color

 

 

Texto: Quico Espino.

Fotos: Álbum familiar, Quico Espino, Ignacio A. Roque Lugo y Juan Manuel Suárez

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