
“Cuando me asomé a la ventana, vi que el Cine Díaz ya no proyectaba películas; entonces comprendí que mi tiempo se había esfumado por el bajante de la pileta, que ya solo utilizábamos para lavarnos las manos, del patio de la casa, transformado en diluido olvido.
Cuando la calle, ahora peatonal, era la única vía para todo el norte de la isla, que se dice pronto, quiero recordar, igual solo ha quedado una imagen infantil desordenada y particular, que todo resultaba más bullicioso, donde las novedades, siempre tan a la última, celebraban diariamente su febril disposición en los numerosos escaparates que marcaban no solo el paso de la existencia, tan riguroso, tan serio, sino que el tiempo parecía desvanecido en la imaginación, que no cesaba en su recurrente forma de evolucionar. Y el Cruce de la Heredad, el más importante y conflictivo de la ciudad de antes, no paraba de engullir coches, guaguas y camionetas agrícolas que, cada tarde, devolvían a los trabajadores a sus hogares.
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Cuando la imaginación se mezcla con la ficción, cosa que ocurre más veces de las que solemos tener consciencia plena, viene a significar que la calle, auténtico motor de la ciudad cambiada y silente, había sustituido su peculiar razón de ser, en otro tiempo tan dinámica y revolucionaria, por la pachorra isleña que se había asentado en el lugar. Ya la localidad norteña, cabeza de comarca durante décadas, había perdido su empuje, dinamismo y pujanza que, en movimiento constante y uniformemente acelerado, había establecido a principios del siglo XX: la gente ya no va temprano al mercado porque, sencillamente, no hay mercado; ya el paseo, verdadera seña de identidad de un tiempo desaparecido y superado por las nuevas costumbres, no existe y ni siquiera la Banda Municipal de Música deleita las tardes musicales de los jueves, un modo de anunciar las futuras y renovadas fiestas patronales, establecido el día como mitad de semana pues los sábados por la mañana seguían siendo eminentemente laborables, en el Parque de San Juan, donde los chiquillos competíamos en alocadas carreras inacabadas y sudorosas y las niñas, entre muñecas y casitas levantadas en los recovecos laterales del parque, detrás de los bancos, mostraban la extraordinaria capacidad de poder jugar solo en un metro cuadrado: como todo aquello ya no existia, supongo que yo debía estar viviendo otra vida.
Cuando pude percatarme del espacio que ocupaba, la casa grande se había transformado en una sala de exposiciones públicas que hablaban de novedosas maneras de esculpir, pintar y fotografiar: el mundo se había puesto en marcha otra vez al hilo de los nuevos políticos jóvenes. Quiero decir que mi tiempo había pasado y fue el que fue, para bien o para mal, en la que una recién estrenada Casa de la Cultura se abría paso, entonces, en el tedio cultural de la ciudad dormida, donde la maldita droga se llevó por delante a unos cuantos jóvenes, demasiado modernos, rebeldes e inconscientes para la época, con los que nos tropezábamos diariamente en el Parque Municipal, convertido éste en una especie de hogar juvenil que colmaba casi todas nuestras expectativas.
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Siempre representó el Parque Municipal, con su alargada sombra y alta frescura, una mirada distinta al hilo de las pipas de girasol, verdadero entretenimiento de unos adolescentes que quedábamos en el lugar para reafirmar no solo nuestra juventud, sino el derecho a reivindicar que las tardes nos pertenecían y con la pretensión de que algunas costumbres cambiaran; sin embargo, la sociedad de aquel tiempo, tan conservadora y tan pasada de moda, y tan guerrera, veía que la juventud representaba un problema con sus pelos largos y modernas actitudes: todos fuimos incluidos en el saco hasta que el inexorable paso del tiempo colocó, como siempre suele suceder, las cosas en su sitio y a los jóvenes en su puesto, y a los mayores en el suyo, que, miren por donde, se fueron adueñando, a su vez, del Parque Municipal en cuanto la muchachada cambió el rumbo por senderos opuestos y variados. Y nuevos. Claro que los que se quedaron en el camino nunca arribaron a puerto alguno; unos por una cosa y otros por otra, la diversificación se estableció mucho antes de que conociéramos el significado de la palabra, que en el ámbito de la enseñanza desarrollaría su papel.
No solo el contexto mutaba con acelerada rapidez, sino que los años siguientes, vertiginosos en su recurrente marcha, fueron apenas vistos: transcurrieron a velocidad de vértigo, según la visión que ahora disfrutamos, donde todo parece ir a marcha lenta y pausada. Pero nunca es así.
El tiempo vuela no solo fue una melodía que Los Pekenikes versionaron y popularizaron en los años ´70 del siglo pasado, sino una verdad inalterable, incapaz de rebatirse.”
Juan FERRERA GIL
































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