Externalizar servicios públicos, no es privatizar

Juan Reyes González

[Img #5587]A saber: desde hace ya, algún tiempo, viene sucediendo, cada vez, con mayor frecuencia, un acontecimiento, consistente en ir sustituyendo poco a poco, lo público por lo privado; ya que existe una estimación general, de que es imposible, que las administraciones tengan capacidad para prestar servicios de calidad en contextos de reducción del gasto público; y que la solución prioritaria, pasaría por llevarlo a cabo, a través de lo que llamamos, externalización, que viene a significar, algo así, como que, un servicio público que presta la Administración, pasa a prestarlo o a gestionarlo una empresa privada; mientras que, el ente público, se reserva para sí, los poderes de la dirección y del control sobre esa gestión; o sea, que con la externalización, el servicio continúa siendo público; en cambio, otra cosa bastante diferente, es lo que pasa con la privatización; en tanto que, en este caso concreto, la propiedad, dejaría de ser pública, porque privatizar, no es otra cosa, que vender un bien o una empresa pública a otra privada. Con esto creo, que queda claro, que externalizar, no es privatizar.

 

Ni que decir tiene, que el hecho de la externalización, se suele justificar, con el argumento de que con ella, se consigue prestar un servicio de mayor calidad y con menos costes; pero, como, “no todo el monte es orégano”, vamos a ir viendo, a lo largo de este escrito, los pros y los contras, de una decisión de este tipo, con la idea de que conozcamos,las dos caras del argumento, con el que tratan de justificar la externalización.

 

Para empezar, creo, que no se pone en duda que, en determinados supuestos, la externalización pueda ser una buena opción para mejorar la calidad de los servicios públicos; pero lo que no es de obligado cumplimiento, es la tendencia actual a su utilización desproporcionada, privando cada vez, con mayor asiduidad, a los empleados públicos, de sus funciones legítimas; en tanto que, ello, a mi entender, va en contra de la esencia del régimen de la función pública que, según ha recordado, en más de una ocasión, si no recuerdo mal, nuestro Tribunal Constitucional, la regla general, dice que, los diferentes cometidos públicos, sean desempeñados por los propios funcionarios; sin que el ente público correspondiente pueda voluntariamente, elegir la fórmula concreta de prestación del servicio; y que sólo, de manera excepcional, cabría recurrir a la contratación privada, mediante empresas de asistencia técnica o de prestación de servicios, siempre y cuando, se trate de realizar prestaciones muy específicas, por razón de la materia que, para su ejecución, precise de auténticos expertos, con una formación especialmente cualificada, que solamente ellos puedan realizar, y para la que no se encuentren capacitados, los empleados públicos de que disponga la Administración que actúa.

 

Por otra parte, tampoco creo, que en las condiciones actuales sea imposible prestar servicios públicos adecuadamente por medio de la propia organización administrativa. Es decir, como ya hemos mencionado al principio, la actual tendencia externalizadora ha partido de la creencia, de la incapacidad prestacional de la Administración pública, como algo irremediablemente inevitable; cuando, a mi juicio y con carácter general, el sector público dispone de medios propios para asumir con garantías esa tarea, sin perjuicio de que deban efectuarse ciertas mejoras, tales como, distribuir de manera más racional, los presupuestos de las administraciones, incrementando la financiación dedicada a la prestación de servicios públicos y evitando o reduciendo gastos innecesarios o superfluos, que “haberlos haylos”. Y esa mayor financiación de los servicios públicos incluiría, entre otras cosas, la inversión en formación y perfeccionamiento de los funcionarios, así como en asegurar unos procedimientos de selección eficaces, a fin de que el factor humano de la Administración Pública, que, en definitiva, es quien actúa, fuera de lo más cualificado.

 

Y es que, como no podía ser de otra manera, el estatuto jurídico de la función pública, se distingue por las notas de la inamovilidad y el régimen de incompatibilidades, garantiza una actuación del empleado público mucho más objetiva e imparcial que la que pueda ofrecer el empresario privado; guiado en muchas ocasiones por el ánimo de lucro; sobre todo, que esa es otra, en el supuesto caso, de que la Administración titular del servicio, haga dejación de sus funciones de control sobre la gestión privada, hecho que, lamentablemente, suele ocurrir con bastante frecuencia; ya que sin ese control, no se puede esperar que se aseguren, ni tan siquiera, los niveles mínimos de calidad exigibles, por cuanto que, presumiblemente, el gestor externo campará a sus anchas y procurará, sin que nadie se lo impida, maximizar su beneficio, incluso a costa de la mismísima ccalidad; cuando, precisamente, los servicios públicos, están pensados, para satisfacer necesidades generales de la colectividad, y no para el comercio y enriquecimiento de personas privadas.

 

Otro inconveniente de la excesiva externalización es que la misma, exige un control riguroso a cargo de la Administración titular del servicio; control que se podría traducir, en una actividad complicada y costosa, toda vez que implica invertir muchos recursos a fin de preservar la adecuada inspección y evaluación del ente gestor; y, por lo que cabría plantearse si, en cada caso concreto, se reducen costes con la externalización; y además, en el supuesto caso, de que efectivamente se redujeran, también cabría analizar sus consecuencias, ya que, en la mayoría de las ocasiones, esta cesión del ejercicio de la gestión pública se fundamenta en relaciones contractuales muy a corto plazo, lo que crea un entorno laboral de gran inestabilidad.

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