Microrrelatos: "Confidencias a Mambrú"

Para los niños de Ucrania y Gaza y también para aquellos que sufren las guerras domésticas de papá y mamá.

Eulalio J. Sosa Guillén Lunes, 01 de Enero de 2024 Tiempo de lectura:
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Hoy, después del largo y agitado asueto vacacional, ha regresado mi pequeña vecina junto al secreter donde hace meses que aguarda pacientemente su diario infantil, mostrando en la resignada espera idéntica fidelidad a la del corpulento mastín que yace sobre la frisada, siempre soñando la vuelta del amo.

 

En estos momentos, la ausencia total de los miembros de la familia, ahora de paseo, ha propiciado este feliz reencuentro entre la niña de ojos morunos y su albino confidente, mientras la vetusta casita que los progenitores poseen años ha en arrendamiento se encuentra bajo una atmósfera de recogimiento monacal. Por suerte para todos han cesado las sobrecogedoras voces de las insufribles trifulcas matrimoniales, las cuales, a menudo atronadoras, espantan sin previo aviso a la triada de hermanitos que huyen en desbandada con los ojines deshechos en lágrimas, piando lastimeros ayes galería adentro.

 

Mi reducida azotea, un nivel más elevado que la amplia solana de mis convecinos, cuenta, no obstante, con un discretísimo ángulo frontero que, a ojos vista, pasa por un inadvertido punto ciego, permitiéndome observar con total libertad lo que sucede en ese lugar, conmoviendo las más de las veces mi arrítmico corazón.

 

Años atrás, cuando tuvo lugar la última remodelación, se acordó con la joven casera erigir en dos tercios de la cubierta una estructura rectangular, empleando para ello pesados sillares del color del azogue que aún hoy conservan las solidificadas rebabas plateadas a la espera del enfoscado final. Este aparatoso almacén, con evidentes rasgos de nave manufacturera inacabada, se utiliza desde entonces como cuarto de pileta, amplio trastero de chamarilero y zona de estudio de los más peques. En la superficie restante se hallan anclados los tendederos con las jarcias empavesadas con blumes de variopintos colores cual sedosos gallardetes flameando al viento.

 

Sin darnos cuenta ha llegado el momento de abandonar la descripción del entorno que nos rodea para reconcentrarnos sin más dilación en la heroína de nuestra narración, la nena de ojos morunos, que lleva escritas tres frases en la dermis de su pacienzudo amigo, al que llama en la intimidad Mambrú. Las primeras letras, como no podía ser de otra manera, son para congratularse con su diario infantil y rezan así: “Queridícimo Mambrú…” A tenor de la grafía del primer vocablo, donde la pequeña ha escrito incorrectamente ce por ese, queda patente que la niña y la ortografía no han hecho buenas migas en estos años de intensa relación académica. El siguiente pensamiento, con forma de extensa oración, va dedicado a doña Leocadia, la maestra de primaria, que ama a todos sus alumnos por igual, tal vez porque no pudo tener hijos en el matrimonio y ahora considera los ajenos un poco suyos, permitiéndoles un sinfín de sanas diabluras, que suelen quedar sin correctivo.

 

En la última línea, escrita con robustos caracteres, se reencuentra la pequeña con los compañeros de clase, haciendo merecedor al nuevo, que se acaba de incorporar, de una mención especial y que sin ton ni son le ha hecho tilín. Pero la atribulada nena no quiere reconocer en su fuero interno este hecho, en tanto que el acelerado flujo sanguíneo que circula tibiamente por sus filamentosas venitas va enrojeciéndole las pálidas mejillas.

 

Después del sofoco inicial, La nena pasa unos minutos meditabunda, casi en un estado de catalepsia absoluta, reflexionando de qué forma enmascarar más acertadamente la gravosa narración a la que ha de enfrentarse. La niña desconoce la técnica del encriptado que suelen emplear los espías, y ni por asomo el sutil arte del escritor que tan brillantemente lo hace entre líneas. Entonces, repentinamente, se acuerda del lenguaje universal que proporciona a todos el dibujo. Y por lo bajo exclama “¡Eureka!”

 

La pequeña está remarcando con trazos gruesos el contorno que da forma a un pesado martillo de herrero, de los de cabeza redonda y nariz roma, tan típicos de las forjas y que abundan por doquier en los actuales talleres de chapa y pintura. Acto seguido, provee a la pieza metálica de cuerpo, añadiéndole un mango que excede en mucho de las proporciones habituales para este útil. Pero como artista inconformista que es, considera inacabada la obra, y sobre el puente que va de la naricilla a la cabeza del martillo suspende unos espejuelos rectangulares perfilados con baquelita. Y de esta guisa, lo que antes era simple dibujo, ahora es magistral caricatura. Reconozco rápidamente en la composición satírica al fulano que anda con la mamá de la nena. El tipo que viene a buscarla y, a las horas, la voltea mancillada a la puerta de la casa. El mismo arribista con el cual el padre de la niña tuvo algo más que unas palabras. En fin, el detentador que ha hecho pasar tremenda crujía a los peques de la casa y escarnio al cabeza de familia.

 

La nena, mi pequeña caricaturista, se siente inspirada por las musas y ha dibujado sin desmayo una blusa con tirantes y una falda a la cual proporciona unas serpenteantes líneas verticales que dan volumen y movilidad a la corta prenda plisada. A continuación, con un rotulador rosado, colorea el interior del conjuntito de punto. Seguidamente ensarta por los huecos de las telas rosáceas lo que parece un largo cabo de madera, añadiéndole una melena de fregona al extremo superior del mismo. Inmediatamente debajo y perpendicular a la cercha que divide las greñas del empapador recrea unos labios gruesos y respingones, haciendo salir de la comisura un globo de comic con varios signos en su interior: espadas, rayos, cartuchos de dinamita y aúllos. Y como para muestra un botón, identifico, por el léxico soez y barriobajero, a la mamá de la niña. La pérfida que este verano se compró un conjunto de barbie para lucirlo de la mano del forastero a la vista de la multitud, incluyendo en la masa a las crías y el cuitado esposo.

 

A mi pequeña vecina se le rallan los bellos ojos morunos al contemplar las esperpénticas caricaturas y está a punto de romper a llorar como una Magdalena cuando escucha la alegre algarabía de los hermanitos acompañados del padre. Rápidamente dobla a Mambrú y cierra el ventanal del cuarto de pileta para correr escaleras abajo. Aún queda una hora de luz solar y sale la triada a jugar en la plazuela próxima. Mientras tanto, el padre recalienta las sobras del almuerzo para servirlas en la cena, sintiendo al mismo tiempo cómo se recuece su corazón. Lejos escucho cantar a unas voces infantiles: “Mambrú se fue a la guerra, / qué dolor, qué dolor, qué pena! ...”
 

Para los niños de Ucrania y Gaza y también para aquellos que sufren las guerras domésticas de papá y mamá.

 

Eulalio J. Sosa Guillén

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