LA BRISA DE LA BAHÍA (159). Dispensa por lo poco (*)

Son cartas familiares, sinceras, únicas, con todo el sabor de una época que ahora logramos imaginar con un poco más de acierto.

Juan Ferrera Gil Lunes, 01 de Enero de 2024 Tiempo de lectura:

Siete cartas de mi madre y dos de mis abuelos es todo lo que hemos podido rescatar en los papeles viejos de la Dulcería. Aunque creo que, en el fondo, son esos papeles los que nos han vuelto a descubrir a nosotros. Y han llegado sin apenas avisar.

 

De repente, el pasado regresa para indicarnos que hubo una vida, unos amores, unas sospechas infundadas, otras alegrías en momentos únicos: una manera de ser y, sobre todo, de vivir: un mundo que ya ha desaparecido. Lo que intuíamos se confirma. Ahora, redactadas y adaptadas dichas cartas, podemos comprender un poco más aquella etapa de noviazgo de mis padres, durante los años 1947, 48 y 49. También hemos descubierto dos cartas de 1946 de mis abuelos “a su hijo”, mi padre, que hacía la mili en La Laguna, es decir, casi en la otra parte del mundo. Antes todo estaba más lejos, como supondrán.

 

Las cartas, todas, llenas de faltas de ortografía y sin apenas signos de puntuación, reflejan no solo una manera de vivir (“escritas como si hablaras”, que ahora parece estar tan de moda) sino el valor de unos sentimientos que los viejos papeles amarillentos nos devuelven al socaire de los lápices con que redactadas fueron: el grafito es para siempre. Son cartas familiares, sinceras, únicas, con todo el sabor de una época que ahora logramos imaginar con un poco más de acierto. El pasado es siempre tan imprevisible que, cuando regresa, nos descoloca, nos zarandea como un columpio que sube y baja y que, de vez en cuando, se detiene para dejar, otra vez, las cosas en su sitio.

 

Estamos convencidos de que todo sucede cuando le corresponde. Y que ahora, en agosto de 2023, hayamos encontrado siete cartas más de mi madre a mi padre cuando eran jóvenes, no solo supone una inmensa alegría, sino que viene a incidir en la idea de que la existencia es capaz de asentarse en viejos papeles, donde la amarillez es más que una anécdota, que, una vez perdidos durante muchos años, regresan de nuevo para señalar que la vida es un regalo, que los sentimientos son universales y que la pasión es capaz de reflejarse en una sencilla y acartonada hoja que regresa del pasado en increíble y misterioso viaje.

 

Y en ese regreso pensamos que lo obvio vuelve; que fueron mis padres personas normales con defectos y virtudes y que lograron llevar adelante una vida que ahora nosotros, ya mayores, continuamos a nuestro modo particular de enfrentarnos a los vaivenes de la existencia. No cabe duda de que la herencia recibida es la que es. Y eso se nota. A estas alturas, ya ni nos planteamos sesudas cuestiones que tal vez antes nos preocupaban demasiado. Ahora ya no. Vivimos lo que nos toca y al que no le guste que no mire. Fueron mis padres personas normales y de su tiempo, y eso es de agradecer. No queríamos seres únicos y espléndidos, ni trasnochados héroes; sin embargo, sencillamente, a su manera ya lo eran.

 

Por eso estamos hoy aquí nosotros: con los ojos enlagrimados leyendo el valor y el sabor de una intensa pasión, de una vida que ruge más allá de nuestra imaginación. Y el cariño de unos padres al saber que su hijo estaba tan lejos haciendo la mili. ¡Qué tiempos aquellos! Y cómo se asumía la realidad: “la vida es así”, decía mi madre.

 

En esta ocasión apenas hemos llorado. Sí hemos comprendido que la fugacidad de la existencia es más real que nunca y que “los tres días que aquí estamos” no dan para mucho. Bueno, dan para lo que dan, con sus pérdidas de tiempo incluidas; si es que se puede decir así. Pero es que no somos magníficos ni maravillosos permanentes. Somos como ellos: naturales. Y si prestamos atención a nuestros actos descubriremos sus caracteres y sus formas de pensar, estar y vivir.

 

Ni más ni menos.

Cuánto los echamos de menos!!

(*) Viernes, 4 de agosto de 2023

Juan FERRERA GIL

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