
El libro vino recomendado, así, de pasada y en medio de una conversación sobre otra novela, por la coordinadora del Club de Lectura, la escritora Carmen Rodí. Luego, pasaron unos cuantos días hasta que empezamos a disfrutarlo.
Apenas recién comenzado, nos percatamos de que, efectivamente, estábamos ante una escritora con criterio, imaginación desbocada y dosificadoramente consciente de los acontecimientos de la historia elegida (¿quién elige a quién?); por otro lado, tan distinta a lo habitual que no ha quedado otro camino que rendirnos ante la evidencia novelesca y ante una autora de raza que no solo tiene los pies en el suelo, sino que, además, cuenta con la capacidad de relatarnos unos hechos, novedosos en su normalidad, donde la magia encuentra su explicación: desde las primeras páginas, ya sabíamos que íbamos a echar de menos a sus extraordinarios y cotidianos personajes: las vicisitudes de una familia normal.
Ignoramos dónde está la clave del relato: solo nos atrevemos a aventurar que esta novela merece mucho más: su autora nos regala unas vidas que sirven para decir y, al mismo tiempo, constatar, que la existencia vale la pena. Y todo tiene su sabor y olor. Y, sobre todo, que, al plantearnos la existencia de unos personajes casi mágicos, rezuma en todo el relato una realidad distinta, diferente y cuidada, en la que unos sencillos azulejos adquieren un valor extraordinario: nunca imaginamos que unos frecuentísimos elementos habituales en la construcción de las casas de antes pudieran desprender tanta personalidad y convertirse, a la vez, en miembros claros y claves de una familia y sus vivencias, como dejando caer que son realmente “personas con vida plena”. Esta magia de la escritora no solo es fruto de su empeño, que también, sino que viene a ser un ejemplo claro de quien tiene algo que decir y que, además, sabe hacerlo.
Desconocemos cuánto tardó la autora en darle forma a este relato, pero sí podemos afirmar que en cuanto iniciamos la lectura comenzamos, al mismo tiempo, a ralentizarla, no solo para retrasar el final, que también, sino porque, además, nos preguntábamos cómo iba a salir del atolladero en que se encontraba la peripecia central y que, sin apenas percibirla, se iba complicando más y más: al final comprendimos que todo sucede a su debido tiempo. De repente, los aparentes pequeños olvidos, por decirlo de alguna manera, se fueron sustanciando y la escritora fue solucionando con maestría de escritora paciente los diversos aspectos. Queremos decir que Andrea Cabrera sabe lidiar perfectamente con las palabras y que, al optar por unos concretos acontecimientos, otros son eliminados por decisión propia (acaso sea así siempre): estamos ante una novelista que sabe de lo que habla, que su planteamiento parte de la originalidad mezclada con la imaginación y, en concreto, nos ha revelado un mundo y unos personajes que brillan y bullen en nuestra memoria y que tardarán en salir de nuestro pensamiento, lo que nos impedirá afrontar otra nueva novela. Seguro. Y eso está bien. A veces, los paréntesis entre un libro y otro sirven para demostrar que lo leído nos provoca una profunda huella que nos obliga a mirar por la ventana y detener la vista en la línea del horizonte; ventana convertida en orilla del barranco; barranco silencioso y frío donde las cañas silban de manera desacompasada, como susurrando, las expresiones, los sentimientos y las emociones.
En una palabra, Literatura.
El capítulo inicial, La primera casa del pueblo, no solo se refiere a un espacio especial y distinto, con personalidad, sino que pertenece a un pueblo, Santona, que va creciendo en nuestra imaginación al tiempo que los azulejos empiezan a dejar su impronta, su señal de que son otra cosa y donde la historia ocupa un lugar preferente desde su silencio y extraordinario colorido: personajes inmóviles que acompañan a los “reales”, igual de particulares que en el pueblo donde se desarrolla la trama.
El segundo, titulado Los viajes, viene a ser algo así como el descubrimiento de un sueño: si el fotógrafo desea captar lo que tiene detrás de lo que ve la cámara, en esta ocasión, los personajes comprenden su situación pasada y futura y, sobre todo, saben aguantar el verdadero papel que han venido a desempeñar: todo lleva su tiempo, su momento, su “saber esperar”: nada se puede precipitar. “Los viajes” van adquiriendo forma y en su cotidianidad descubrimos que no son solo seguros, sino que, además, la magia que desprenden, sobre todo hacia el futuro, es una señal evidente que nos confirmará la continuación de la historia más allá de los límites de la novela: realmente Andrea Cabrera ha sido un agradable descubrimiento que, por su prosa medida y acontecimientos contados, nos ha dejado pasmados y quietos, y paralizados, al tiempo que disfrutábamos de los sucesos de una familia. La tristeza, tratada debidamente, combina en equilibrado maridaje con la alegría: hechos normales que a nuestro lado caminan en una aventura literaria solvente y verosímil.
El tercero y último de los capítulos, Paso del testigo, sorprendente, nos coge con el paso cambiado: muestra clara de la inteligencia literaria de la escritora que sabe tener muy presente a su desconocido lector, y eso no solo se agradece, que también, sino que viene a confirmar que estamos ante una novelista completa, seria y eficaz y que ha venido para quedarse y ocupar su sitio: el ritmo novelesco, al igual que la atmósfera relatada y detallada, son claras evidencias de un manejo casi perfecto del idioma. Y eso, en estos tiempos, se agradece. Y mucho.
Tobias Wolff lo expresó claramente: “hay algo en la esencia del relato que hace que, cuando es bueno de verdad, continúe resonando en nuestra conciencia mucho tiempo después de que hayamos terminado de leerlo”.
A nosotros, nada especiales, nos ha ocurrido. Por eso a Andrea Cabrera Kñallinsky la vamos a tener muy presente.
Felicidades!!
(*) Andrea Cabrera Kñallinsky, La galería de los antepasados,
Machado Libros, Madrid, 2023.
(enseñarte, 76)
Juan FERRERA GIL
































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