La primera vez que oí la expresión que da título a este relato, yo tenía diez años y, en los que fueron los dos meses peores de mi vida, servía de monaguillo en la parroquia de mi pueblo. Llevaba el botafumeiro y lo movía en el aire, echando “sajumerio” por la plaza, después de salir de la iglesia en procesión, mientras otro monaguillo esparcía el agua bendita con el hisopo.
El cura, un déspota soberbio que tenía la mano ligera y nos daba bofetadas y pescozones por cualquier bobería (“machangadas”, decía él), iba bajo palio y parecía más pomposo que el mismísimo San Pedro, el patrón de las fiestas parroquiales, que iba en un trono cargado por cuatro feligreses.
Y entonces, entre el humo que largaba el botafumeiro, aparecieron dos mendigos que se acercaron a la comitiva, con las manos derechas alargadas, y el cura, enfadado, dijo: “¡Qué inoportunos son estos pobres de solemnidad!” Luego, ante la pregunta de uno de los feligreses que no entendía lo que había querido decir, añadió que se refería a los indigentes que piden limosna en actos solemnes, como una procesión, un entierro o una misa.
Pocos días después, por la tarde, mientras le echaba de comer a las dos cochinas que tenía mi madre, una recién parida con once lechones, a la cual ayudé en el parto, (por eso elegí la foto del niño peruano, de Cusco, mirando a los que allí llaman chanchos), pasó varias veces en bicicleta el hijo del farmacéutico, el cual me había prestado la bici alguna que otra vez. Él era un poco mayor que yo y alardeaba de ser hijo de quien era. De hecho solía pasar por el callejón de mi casa cuando mis hermanos y yo merendábamos gofio y azúcar, y un tomate para no “añulgarnos” (decía mi madre), en tanto que él, no sin hacer ostentación de ello, llevaba siempre un bocadillo de jamón y queso, cosa que nosotros nos podíamos permitir sólo los días de fiesta.
Pues bien, la tarde arriba citada, cuando acabé mi tarea, que incluía limpiar los chiqueros de las cochinas, le pedí que me prestara la bici para dar una vuelta y él me contestó que la diera alrededor de ella, añadiendo que yo era un pobre de solemnidad.
-Perdona, –repliqué – yo no pido limosna en actos solemnes y nunca en mi vida he pasado hambre. Desconsuelos sí, como cuando te veo comiéndote el bocadillo y yo con el gofio y azúcar, o cuando vas tan campante con tu bicicleta y yo en el coche de San Fernando, o sea un rato a pie y otro andando.
Y sobre la marcha, cogí el balde de las fregaduras y arranqué a caminar. Él me cayó detrás, pedaleando, y se excusó con el alegato de que me lo había dicho de broma, ofreciéndome la bici para que diera la vuelta que yo quisiera dar.
Entonces lo miré y, enrabietado, le dije que se metiera la bicicleta por donde cargan los camiones.
Me parece a mí que el concepto “pobre de solemnidad” ha sufrido alteraciones a lo largo de los años. Hay gente que ve fotos como ésta
… o esta otra, ambas sacadas en Cusco, a unos cien kilómetros del célebre Machu Picchu,
… y tiene la impresión de que la noción de la que estamos hablando encaja en ambas, cuando, en realidad, la familia que vivía en esa casa chabola y el niño acompañado por un pato no entraban en ese registro. De hecho he escuchado a varias personas, cuya infancia fue dura, decir que en su familia eran pobres de solemnidad.
Por otra parte no me resulta apropiado el concepto, pues mezclar pobreza con solemnidad es un tanto ilógico, casi extravagante, y yo diría que la indigencia extrema pega más con la calamidad, con la desgracia, con la adversidad.
Como dice mi amigo François, la pobreza dista mucho de ser solemne. Lo que habría que hacer es librarnos de ella con solemnidad.
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